viernes, 26 de noviembre de 2010

Un ladrón honrado (Fiodor Dostoievski)

 

I


 Una mañana, justo en el momento en que me disponía a salir de casa para dirigirme a mi trabajo, Agrafena, que es a un mismo tiempo mi cocinera, mi lavandera y mi ama de llaves, entró en mi habitación y, con gran sorpresa por mi parte, comenzó a hablar animadamente conmigo.
 Agrafena era una buena mujer que se distinguía por su sencillez y escasa locuacidad, pues aparte de las preguntas cotidianas de rigor sobre lo que desearía para comer o alguna que otra cosa por el estilo, apenas me había hablado una palabra de más en seis años. En lo que se refiere a mí, por lo menos yo nunca le había oído emitir nada que se pareciera a una opinión personal.
 —Señor, desearía hablarle de una cosa —me dijo en un principio, pronunciando muy aprisa sus palabras.
 —¿Y qué es, Agrafena?
 —Que debería alquilar el cuarto pequeño.
 —¿Qué cuarto?
 —¿Cuál va a ser? El que está junto a la cocina, ¿Acaso hay otro?
 —¿Y por qué habría de alquilarlo?
 —¿Por qué? Pues porque la gente acostumbra alquilar los cuartos sobrantes de las viviendas. ¿No le parece causa suficiente?
 —¿Y quién crees que querrá alquilar ese cuartucho?
 —Un inquilino. ¿Quién va a ser?
 —Pero si en ese rincón apenas se puede armar una cama, Agrafena... Es demasiado pequeño. ¿Quién querrá vivir en un sitio así?
 —¿Y qué falta hace que viva ahí nadie? Bastará con que pueda dormir, ¿no? Y para eso está la ventana...
 —¿Qué ventana?
 —¿Qué ventana ha de ser? Usted lo sabe tan bien como yo. Me refiero a la ventana del vestíbulo. Allí puede sentarse a coser o hacer lo que quiera, también puede colocar una silla, porque él tiene una silla y una mesa, todo lo que necesita, de forma que usted no tendrá que poner absolutamente nada.
 —¿Y quién es él? Porque, o mucho me equivoco, o me estás hablando de una persona concreta, ¿no es así, Agrafena?
 —Sí, señor... Se trata de una buena persona: un hombre de toda confianza. Yo me encargaré de hacerle la comida, y por el cuarto y la manutención le cobraré tres rublos de plata al mes, ¿qué le parece?
 Después de algunas preguntas más, acabé por deducir que cierto individuo de alguna edad había pedido a Agrafena que le admitiera como huésped. Y en este sentido, lo que a la buena mujer se le metía en la cabeza, no había más remedio que aceptarlo, porque tarde o temprano acababa saliéndose con la suya. Yo lo sabía por experiencia propia. Cuando le llevaba la contraria, su táctica era no dejar a uno en paz hasta que conseguía sus propósitos. Por lo demás, cuando algo no salía a su gusto, se quedaba profundamente pensativa y acababa por caer en una terrible melancolía. Tales estados de ánimo solían durarle dos o tres semanas por lo menos, y en todo ese espacio de tiempo no sólo le salían las comidas insípidas, sino que además dejaba de limpiar la casa y de lavar la ropa. En resumen, yo sabía perfectamente que, cuando Agrafena deseaba algo, había que concedérselo, porque en caso contrario su disgusto acarreaba una bien conocida secuela de sinsabores y molestias para mí.
 Hacía tiempo que había llegado yo a tales conclusiones, descubriendo al mismo tiempo que Agrafena era incapaz de tomar resolución alguna, o de concebir el menor pensamiento original o nuevo sobre una situación ya dada. De igual manera, cuando su débil inteligencia adoptaba alguna idea, o cualquier cosa que se le pareciese, entonces bastaba contradecirla para que se aniquilara moralmente por cierto tiempo. En la ocasión a que me refiero, como se daba el caso de que era un momento en el que por nada del mundo habría querido yo ver alterada mi tranquilidad, me apresuré a acceder a sus deseos de alquilar el cuarto contiguo a la cocina a aquel «buen hombre» que ella conocía.
 —Bueno, supongo que ese amigo suyo dispondrá de la debida documentación —dije en señal preventiva.
 —¡Desde luego! —respondió Agrafena, casi indignada—. Además, se sabe quién es. Su identidad puede ser avalada en todo momento. Ya he dicho al señor que se trata de un hombre serio y de mucha experiencia..., aparte de que me ha prometido formalmente pagarme esos tres rublos.
 —Está bien —le indiqué—, puedes decir a ese hombre que venga... Pero antes debes prometerme una cosa.
 —El señor dirá.
 —Debes prometerme que, al introducir a ese hombre en mi casa, no se originará ningún problema de tipo doméstico.
 —Descuide el señor... y muchas gracias por su consentimiento.


 Al día siguiente se presentó el inquilino en mi habitación, lo cual debería haberme molestado, pero no ocurrió así, sino todo lo contrario, ya que hasta me alegré en mi fuero interno. A tal respecto, diré que vivo solo, casi como un recluso, pues apenas tengo amigos y no salgo de casa. Es cierto que ya me había acostumbrado a mi soledad, pero ni yo mismo hubiera podido predecir en qué se habría convertido aquella situación, junto a una persona como Agrafena, a lo largo de diez, quince o veinte años. En verdad que aquella perspectiva no resultaba muy atrayente, y por ello pensé que, dadas las circunstancias, un pacífico compañero de vivienda podía representar algo así como un don del cielo.
 Agrafena no había mentido. Mi inquilino era una persona de aspecto formal. Por sus documentos podía saberse que había cumplido debidamente el servicio militar, pero también se notaba tal circunstancia en algunos de los gestos y maneras que le habían quedado. Era, evidentemente, un honrado ciudadano y la sociedad no tenía nada que reprocharle en materia de antecedentes penales. Se llamaba Astafi Ivanovich y en seguida congeniamos. Como virtud esencial tenía la de saber contar anécdotas de una forma magistral, habilidad que podía lucir profusamente, puesto que tenía en la memoria un buen archivo de lances referentes a su vida en los cuarteles. En resumen, pronto descubrí que, en el aburrimiento cada vez mayor de mi existencia, un hombre como aquél podía ser un verdadero tesoro.
 Una de sus historias estaba destinada a dejar en mí una impresión duradera, y por ello quiero reproducirla aquí, explicando al mismo tiempo las circunstancias es que Astafi Ivanovich hubo de referírmela.
 Cierto día estaba solo en casa, pues tanto Astafi como Agrafena habían salido, cuando de repente oí desde mi habitación que alguien entraba en el vestíbulo. Por diversos detalles, pude deducir que era una persona extraña, y no me equivocaba, ya que, cuando salí para ver de quién se trataba, me encontré con un desconocido. Se trataba de un hombre de corta estatura que, a pesar de encontrarnos ya en pleno otoño, no llevaba abrigo.
 —¿Qué desea? —le pregunté.
 —Desearía ver al empleado Aleksandrov. Creo que vive aquí, ¿no es cierto?
 —No, señor. Se equivoca, porque aquí no vive nadie de ese nombre... Adiós.
 —¡Cómo! ¡Pero si el portero me ha dicho que vivía aquí! No lo entiendo... —murmuró el desconocido, retrocediendo hacia la puerta.
 —Pues ya lo ve usted, amigo.
 Al otro día, poco después de la hora, de comer, y en el preciso instante en que Astafi Ivanovich me probaba una chaqueta que me estaba haciendo, oímos que entraba de nuevo alguien en el vestíbulo. Fui yo mismo quien entreabrí la puerta... y entonces comprobé que se trataba del visitante de la víspera, que ante mis propias narices cogía mi abrigo de piel de la percha y se escapaba con él.
 Agrafena y Astafi, que me habían seguido, se quedaron estupefactos por la sorpresa. No obstante, Astafi Ivanovich reaccionó en seguida y salió corriendo, en un intento de atrapar al ladrón. Pero a los pocos minutos volvió a aparecer con gesto desolado y las manos vacías. El astuto ratero había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra.
 —Menos mal que no se ha llevado la capa —me creí en la obligación de argumentar, dada la expresión apesadumbrada de mi abnegado inquilino—. Si se hubiera llevado también la capa ese granuja, me habría dejado sin poder salir a la calle.
 Sin embargo, Astafi Ivanovich estaba tan conmovido, que pareció no oír mis palabras. Admirado por aquella emoción, no tardé en olvidarme de la pérdida que suponía la sustracción del abrigo. Mi huésped no acertaba a explicarse cómo podía haber ocurrido una cosa así. Aun después de que se hubiera puesto de nuevo a su trabajo, dejaba de vez en cuando su labor para hacer renovadas consideraciones sobre el episodio. Se admiraba una y otra vez de la audacia del ladrón y de que le hubiese resultado imposible darle alcance.
 Al cabo de un rato, y cuando me hubo hecho la prueba, se puso a trabajar en otras cosas, pero no tardó en volver a levantarse. Entonces vi que se dirigía a la escalera y se acercaba a la garita del portero, para referir a éste lo ocurrido y hacerle los cargos oportunos por no haber impedido —dejando pasar impunemente al ladrón— que sucediera una cosa semejante en el inmueble. Después subió y reproché a Agrafena algo que no pude entender, tras lo cual reanudó su trabajo, si bien siguió reflexionando sobre la audacia del desaprensivo ladrón y sobre la propia impotencia para darle alcance.
 Por la tarde, y para distraer mi aburrimiento, se me ocurrió ofrecer una taza de té a Astafi Ivanovich, pues sabía que volvería a hablarme nuevamente del dichoso episodio, cosa que no dejaba de divertirme, bien por su ingenua insistencia, o por la honda emoción que ponía en sus lamentos.
 —¡Buena nos la ha jugado ese individuo, Astafi Ivanovich! —exclamé.
 —¡Ya puede usted decirlo, señor! ¡Es como para volverse loco! Incluso yo, que no puedo afirmar que haya sido perjudicado, me siento invadido por el coraje de la impotencia. ¡Cielo santo! ¡A fe mía que no hay en este mundo ser más ruin que un ladrón! ¡Cuántas veces no ocurrirá que esos pícaros despojan de su miseria a quien se ha pasado toda la vida trabajando para reunir unos pequeños ahorros...! Bueno, creo que lo mejor será no pensar más en ello, al menos por lo que a mí se refiere. Y usted, señor, ¿acaso no lamenta la pérdida de su abrigo?
 —Sí, por supuesto. Otra cosa sería que lo hubiese perdido en cualquier accidente, pero que se lo haya llevado tan descaradamente un vulgar ratero es algo que me irrita y me saca de quicio.
 —Creo que tiene usted razón; al fin y al cabo a nadie le gusta tener que resignarse y admitir un robo de esa clase. Por otra parte, a mi juicio, un ladrón no es un hombre como los demás... Sin embargo, en cierta ocasión, yo conocí a un ladrón que era honrado...
 —¡Cómo! ¿Un ladrón honrado? No comprendo... ¿Y usted cree, Astafi Ivanovich, que puede haber un ladrón que sea honrado?
 —Es cierto, señor. En realidad, resulta inconcebible que un ladrón pueda ser honrado. Lo que yo quería decir es que aquel individuo al que me refiero era un hombre honrado..., aunque hubiese robado. Puede creerme, señor, aquel hombre inspiraba una profunda compasión, sin que uno supiera muy bien a qué era debida.
 —Explíqueme eso, Astafi Ivanovich.
 —Se trata de una historia que sucedió hace dos años aproximadamente.

II


 En aquella época —comenzó a contar Astafi Ivanovich— yo llevaba, si mal no recuerdo, casi un año sin trabajo. En un figón conocí a un individuo que iba a la deriva. Se trataba de un borrachín, un holgazán, que ya no sentía el menor estímulo por la vida, como no fuera el de emborracharse todas las noches. En otro tiempo había tenido un buen empleo, pero acabaron despidiéndole por su mala cabeza. Le daba todo igual, y no puede nadie figurarse cómo iba vestido. Era digno de ver... A veces, ni siquiera llevaba una mala camisa debajo de su mugrienta capa. Todo el dinero que caía en sus manos acababa sobre los mostradores de las tabernas. Sin embargo, no era pendenciero, y tampoco tenía los defectos que son habituales en tal clase de gentes. Por el contrario, era un hombre esencialmente pacífico, amable e incluso bonachón. No pedía nunca nada a nadie y se avergonzaba de cualquier cosa, pero resultaban más que evidentes sus continuas ansias de beber, y los que le conocíamos le dábamos dinero para ello, aunque él no formulase ninguna petición.
 El caso es que aquel individuo, desde el momento en que le conocí, ya no quería separarse de mí. Me seguía a todas partes y me buscaba por cualquier lado. A mí no me molestaba, pero a veces me coartaba la idea de llevar a un perrillo detrás de mis talones, porque esto era lo que realmente parecía aquel hombre. ¡Qué individuo tan apocado, Dios mío! No tenía espíritu ni para matar a una mosca. Todo empezó, en realidad, el día en que me pidió que «le permitiera pasar la noche en mi casa». Como en el fondo estaba claro que era una persona incapaz de ninguna maldad, y además tenía sus documentos en regla, no tuve ningún inconveniente en acceder a su petición. Al día siguiente me volvió a pedir el mismo favor. Pero al tercero... se me presentó en pleno día, se sentó a mi lado, cerca de le ventana, y esperó en silencio que llegara la noche.
 Como es lógico, empecé a temer que no me lo pudiera quitar ya nunca de encima, pues para una persona de modestos recursos económicos siempre es una pesada carga tener que dar de comer, beber y dormir a un segundo individuo. Por lo que supe después, aquel hombre había estado colgado del cuello de un empleado antes de conocerme a mí. Se emborrachaban los dos juntos, hasta que el empleado murió en la miseria.
 El individuo en cuestión se llamaba Yemelia Ilich y yo no hacía otra cosa que cavilar para encontrar la manera de quitármelo de encima. Por una parte, conseguir apartarlo de mí era un deseo obsesivo, pero por otra parte me resultaba casi imposible echarlo de mí lado en cuanto le miraba a la cara y le veía tan desvalido. Era la viva imagen de la ruina y del abatimiento, por lo que no podía inspirar sino compasión. Se sentaba junto a mí, en silencio, y lo más que hacía era mirarme a los ojos de la misma forma que los animales domésticos. ¡A veces me asombraba yo mismo al comprobar hasta qué punto puede aniquilar a un hombre la bebida!
 —En un principio, me dije: «¡Bah, se trata simplemente de mandarle que se marche el día que verdaderamente me canse! Le diré que aquí no hace nada y que debe irse, porque ya no puedo darle ni siquiera un hueso para roer.» No obstante, aun cuando estaba decidido a actuar así, siempre me quedaba una duda; la de cómo reaccionaría él. Me imaginaba que se quedaría mirándome durante largo rato, mientras seguía sentado, sin comprender aparentemente ni una sola palabra, hasta que, llegado un momento, se levantara para coger su hatillo y marcharse... Aún me parece estar viendo aquel pedazo de tela a cuadros rojos, con fondo blanco, que Dios sabe lo que podía contener, lleno de agujeros, y que él no abandonaba jamás. Me figuraba, en definitiva, que se levantarla con dignidad, se pondría su capa cuidadosamente, para tapar los agujeros de debajo, pues tal era su sensibilidad, y se dirigiría hacia la puerta, con lágrimas en los ojos... Al llegar a este punto, la escena me resultaba intolerable, a pesar de que se desarrollaba simplemente en mi imaginación. Me decía que jamás dejaría —o podría permitir— que el pobre Yemelia se hundiera del todo... Había muchas partes de mi fuero interno, y en especial mi corazón, que se rebelaban ante tal posibilidad. Sin embargo, y al mismo tiempo, también pensaba: «Pero, si continúo siendo tolerante, ¿qué será de mí? Si me empeño en ayudarle, pronto tendré que pedir yo mismo limosna... Debo encontrar una solución.»
 Estaban así las cosas, cuando mi patrón, Aleksandr Filimonovich (hoy ya difunto... y al que deseo que Dios tenga en su gloria), me dijo un buen día: «Astafi, has de saber que estoy muy contento contigo. Cuando volvamos de la finca que tengo en el campo, y a la que voy con mi familia, te prometo acordarme de ti.» Yo había trabajado en su casa como mayordomo y ayuda de cámara... Era un buen amo, pero, desgraciadamente, murió aquel mismo año. No obstante, en aquella ocasión, como él se marchó de la ciudad, yo también tuve que coger mis cosas e irme a vivir a casa de una buena mujer, a la que le alquilé un rinconcito, que era el único espacio de que disponía. Dicha patrona había servido no sé dónde como nodriza, y le pasaban una pensión, lo cual le permitía vivir sola.
 Mi nueva situación me hizo creer que perdería de vista a Yemelia Ilich, pero me equivocaba, porque un día, al volver a casa por la tarde, después de visitar a un amigo, me encontré con el pobre borrachín sentado encima de mi baúl, y con su hatillo, que había dejado a un lado de sus pies. Estaba tan tranquilo leyendo la Biblia, que había conseguido de mi patrona. Por lo demás, cuando entré, le pude sorprender con el libro al revés, lo cual ponía en evidencia que no estaba leyendo.
 Recuerdo que, ante aquella sorpresa, no se me ocurrió otra cosa que preguntarle:
 —¿Llevas encima tus documentos, Yemelia?
 Y a continuación me puse a calcular las mil contrariedades que el dichoso vagabundo iba a proporcionarme. Pensaba en el problema, y cada vez me parecía más improbable la solución. «Para empezar —me dije—, tendrá que cenar aquí... Y luego le tendré que dar todos los días de comer y de cenar, pero no deberá hacerse ilusiones: por las mañanas, comerá un trozo de pan con dos cebollas, y después otro pedazo de pan con más cebollas. Algún día podré darle un poco de sopa, pero sin ninguna seguridad. Lo peor será la bebida... ¡Tendrá que dejarla!»
 No obstante, a continuación pasó algo por mi cabeza. Pensé en la posibilidad de que Yemelia se fuese de mi lado, y hube de reconocer que, con él, desaparecería la alegría de mi vida. Podrá parecer absurdo, pero la cuestión era ésta y no otra. ¿Qué podía hacer yo? Sin pretender que aquello fuese ninguna solución, de pronto me propuse ser el padre y el protector de aquel individuo. ¿Por qué? ¿A causa de qué me correspondía a mí adoptar aquella responsabilidad? Aunque me hubieran matado, no habría sabido responder de una forma coherente. «Le libraré del vicio —me dije— y haré que vaya perdiendo la afición que siente por la bebida. Si quiere seguir a mi lado, tendrá que acostumbrarse a trabajar, entre otras cosas porque, de lo contrario, no tendremos ni para beber agua.»
 En aquella época yo tenía la firme convicción de que todo hombre debe servir para algo, de que debe tener un oficio u otro. A partir de entonces, comencé a observar a Yemelia en silencio.
 Y un día le dije abiertamente:
 —Yemelia, amigo mío, ¿no crees que deberías cuidar un poquito más de ti? ¿No ves que vas hecho un harapo? Cuando te miras a un espejo, ¿no te avergüenzas de ti mismo?
 El me escuchó en silencio, con la cabeza baja, sin moverse del sitio donde se encontraba. Sólo al cabo de unos minutos fue capaz de decirme:
 —¿Qué dice usted, señor?
 Había llegado hasta tal extremo su alcoholismo, que era incapaz de pronunciar ni una sola palabra correctamente. Se le decía una cosa y contestaba a otra. A veces, me escuchaba durante largo rato, pero de pronto lanzaba un profundo suspiro, pareciendo que, en realidad, no me había oído.
 —¿Por qué suspiras, Yemelia? —le pregunté en una de aquellas ocasiones.
 —Por nada, Astafi Ivanovich —me respondió—. No tiene por qué preocuparse, se lo aseguro. ¿Sabe una cosa, Astafi Ivanovich? Hoy se han pegado dos viejas en plena calle. La una le había tirado a la otra, inadvertidamente, una cesta de setas.
 —¿Y qué tiene eso de particular?
 —Entonces la otra vieja derribó a la primera, a la vez que tiraba su cesta, llena de cerezas, que pisoteó a lo largo de toda la calle.
 —¿Y qué más ocurrió, Yemelia Ilich?
 —Nada más, señor. Yo sólo vi eso.
 —¿Sabes lo que te digo, Yemelia?
 —No, señor.
 —Pues creo que tienes trastornado el juicio.
 —¿Por qué, señor?
 —Porque sí...
 —Le contaré otra cosa... A un caballero se le habían perdido unos cuantos billetes de Banco en la calle. Un individuo los vio y dijo: «Yo los he encontrado.» Pero otro, que también había visto la escena, replicó: «¡Yo los he visto antes que tú!» Y comenzaron a discutir, hasta que llegó un guardia, que se incautó del dinero y se lo devolvió al señor que lo había perdido, amenazando a los otros con llevarles a la comisaría.
 —Bueno, ¿y qué más? ¿Qué es lo que encuentras de interesante en todo eso, Yemelia?
 —¡Ah nada! A mí no me parece interesante. Si me sorprendió la escena, es porque la gente se reía.
 —¡Ay, Yemelia! ¡Ahora resulta que has vendido tu alma por una simple moneda de cobre! ¿Sabes lo que te digo?
 —No lo sé, Astafi Ivanovich...
 —Que tienes que buscarte algún trabajo. Te lo he dicho ya cien veces, pero tú no pareces entenderlo. ¡Búscate una ocupación, aunque sólo sea en consideración a mí!
 —¿Y cómo voy a buscar esa ocupación, Astafi Ivanovich, si no sé cuál es la que debo aceptar? Lo cierto es que nadie quiere admitirme, nadie quiere darme trabajo.
 —¿Y puede saberse por qué dejaste el trabajo de la oficina? ¡Anda, dímelo, borrachín!
 —A Vlasia el camarero le han llamado hoy a la comisaría —me respondió.
 —¿Y por qué?
 —Eso es lo que no sé, Astafi Ivanovich, pero, según parece, se trata de algo pasado...
 Todo aquello me hizo pensar: «No cabe duda de que no hay remedio. Estamos perdidos los dos. Y Dios acabará castigándonos por nuestros pecados.» Sin embargo, ¿qué podía hacer con un hombre así? ¡En el fondo era un individuo muy inteligente! Sabía muy bien lo que decía. Por lo demás, cuando una conversación le resultaba aburrida, o se barruntaba que yo le iba a decir algo que no le convenía, entonces cogía la capa, y sin decir absolutamente nada, se marchaba... Pasaba el día dando vueltas por las calles, para volver por la noche completamente beodo... ¿Quién le daba el dinero para beber? Esto era algo que yo, en mi inocencia, ignoraba por completo.
 —El día menos pensado dejará de regir tu cabeza correctamente; ya lo verás... —le decía yo—. ¿No crees que ya has bebido bastante en esta vida? Te advierto que de ahora en adelante, si vuelves borracho por las noches, dormirás en la escalera, porque... ¡no te abriré la puerta!
 Después de que hube proferido aquella amenaza, Yemelia estuvo aún dos días en casa, pero al tercero desapareció. Le esperé y le esperé, pero no aparecía. Entonces comencé a sentir una profunda lástima por él. «¿Adonde habrá ido a parar?», me decía. Anocheció, pasaron horas y más horas, y no llegaba... Me fui a dormir, y a la mañana siguiente, ¿qué es lo que veo al salir a la escalera? ¡Pues al bueno de Yemelia! Al parecer, había pasado allí la noche. Tenía la cabeza en un peldaño y estaba tendido cuan largo era, completamente entumecido de frío.
 —¿Qué haces aquí, Yemelia? —le pregunté—. ¿No te das cuenta de que esto es lo último?
 —Es lo que me dijo usted, Astafi Ivanovich, ¿no lo recuerda? Me dijo que, si venía bebido, debería dormir en la escalera. Por eso no me atreví a llamar a la puerta... y me eché a dormir aquí.
 —¡Ah, Yemelia! ¡Si quisieras hacer otra cosa que limpiar la casa con tus andrajos! —le dije, sintiendo al mismo tiempo rabia y compasión.
 —¿Y qué podría hacer, Astafi Ivanovich?
 —¡Si fueras capaz de aprender el oficio de sastre! —le dije al final—. Al menos así, podrías remendarte tú mismo los andrajos que llevas... ¡Anda, entra en casa, calamidad de los demonios!
 ¡Bien! ¿Y qué se dirá que hizo el borrachín a continuación? Pues cogió una aguja y se puso a enhebrarla... Yo le había hablado con cierta vehemencia, pero él estaba dispuesto a corregirse, según parecía. Le contemplé detenidamente y pude apreciar que tenía los ojos inflamados y que le temblaban las manos. No atinaba a meter el hilo por la aguja, pero él insistía. Lo humedecía con la lengua una y otra vez... hasta que por último desistió de su empeño y se me quedó mirando.
 —Está bien, Yemelia. ¿Quieres hacerme un favor? Dios sea contigo y te perdone todos tus pecados! Puedes quedarte en casa, si quieres, pero no vuelvas a hacerme una cosa así... Me refiero a tu decisión de pasar la noche en la escalera, ¿comprendes?
 —¿Y qué voy a hacer, Astafi Ivanovich? Demasiado sé que siempre estoy borracho y que no sirvo para nada. Tan sólo usted, que es mi bienhechor, se interesa por mí, así es que...
 Y de pronto comenzaron a temblarle los labios, medio helados. Por sus pálidas mejillas rodaron unas lágrimas. En cuanto la primera de aquellas cuatro lágrimas hubo llegado a su mal cuidada barba, brotó súbitamente de sus ojos todo un raudal de llanto... ¡Creí que se me iba a partir el corazón! «¡Vaya, qué sensible te has vuelto de pronto! —hube de decirme—. ¡Nunca lo hubiera sospechado!»
 Decidí, por lo tanto, dejar que Yemelia Ilich hiciera lo que le viniese en gana, aun a sabiendas de que llegaría a convertirse en una auténtica piltrafa.

 Sin embargo —prosiguió Astafi Ivanovich—, la historia estaba destinada a continuar, aunque lo que sigue sea tan hueco e insignificante, que quizá no merezca el tiempo que haya de emplearse en hacer su correspondiente referencia. Es muy posible que no se pudiera encontrar quien diera dos copecs por todo ello; sin embargo, yo habría dado mucho dinero, de haberlo tenido, para que no sucediera nada de lo ocurrido.
 La cuestión es que yo tenía unos magníficos pantalones de montar, a rayas azules, que me había encargado hacer un propietario, el cual opinaba que se los había confeccionado demasiado estrechos, siendo ésta la causa de que me los hubiese dejado allí. «Está bien —me dije—, no hay por qué preocuparse; se trata de una prenda de calidad, y en el rastro siempre podré sacar de ella por lo menos cinco rublos. En caso contrario, confeccionaré con su tela unos pantalones normales, y siempre es posible que me quede aún para hacerme un elegante chaleco. A fin de cuentas, a un hombre modesto como yo, todo le cae bien.»
 A todo esto, Yemelia atravesaba un negro período, pues llevaba ya varios días sin beber, posiblemente porque no encontraba quien le invitara. No podía llevarse a los labios ni una mala gota de vodka. Su actitud era la misma que podría adoptar un apaleado que se llevara las manos a su dolorida cabeza, inspirando la natural lástima. Por mi parte pensaba que, a juzgar por aquello, era muy posible que Yemelia se reformase de su vicio a fuerza de no tener dinero.
 Estaban las cosas así, cuando llegaron las fiestas mayores. Un día fui a la misa de noche, pero cuando volví a casa, ¿con qué me encontré? Pues con que el bueno de Yemelia estaba borracho, sentado en el alféizar de la ventana y columpiándose sobre el vacío. «¡Ya estamos otra vez!», fue lo primero que pensé. Sin saber por qué, fui hacia el baúl, y... ¿qué vi? ¡Que los pantalones de montar a rayas habían desaparecido! Lo revolví todo, buscando la prenda, pero fue inútil. Las primeras sospechas fueron para la patrona, a la que acusé despiadada e injustamente, pues ni siquiera se me ocurrió pensar en Yemelia como en el presunto ladrón, ya que había pasado las últimas horas completamente borracho fuera de casa.
 —¡Por Dios, señor Ivanovich! —me dijo la pobre mujer—. ¿Qué cree que iba a hacer yo con ésos calzones? ¿Acaso ponérmelos? Además, debo comunicarle que a mí también me ha desaparecido una chaqueta, así es que...
 —Entonces, ¿quién estuvo aquí? —le pregunté.
 —¿Aquí? ¡Nadie! ¡Absolutamente nadie! Yo no me he movido de casa en todo el día. Quien ha estado aquí ha sido Yemelia Ilich, que luego salió y volvió a entrar... ¿No le ha visto en la ventana? ¿Por qué no le pregunta a él?
 —Yemelia —le pregunté—, ¿has visto por casualidad los pantalones a rayas que yo había hecho para aquel caballero? Ya sabes a cuáles me refiero, a los calzones de montar, que se habían quedado algo estrechos.
 —¿Y cómo iba a verlos yo, Astafi Ivanovich? —me contestó—. Le aseguro que, que yo no he cogido esa prenda para nada en absoluto.
 Me puse de nuevo a buscar, pero... todo fue inútil. Yemelia, mientras tanto, seguía en la ventana. Yo me senté en el baúl y me quedé mirándole de reojo, hasta que, de pronto, una idea me asaltó el cerebro. Fue como si me ardiera el corazón en el pecho. La sangre amenazó con subírseme a la cabeza.
 —Yo no he cogido esos pantalones —dijo Yemelia apresuradamente, mientras fijaba su mirada en mí—. Es posible que usted pueda imaginarse las cosas más peregrinas, pero le juro que yo no he cogido nada.
 —¿Dónde están, pues, esos pantalones, Yemelia?
 —¿Y cómo iba a saberlo yo, si ni siquiera los he visto? —replicó el borrachín, con la mayor naturalidad del mundo.
 —En tal caso, Yemelia, ¿quieres que crea que esos pantalones se han marchado por sí solos del baúl?
 —Quizá haya sido así, Astafi Ivanovich... Lo único que puedo asegurarle es que yo no sé absolutamente nada de este asunto, ¿comprende?
 Me levanté y me acerqué hasta donde se encontraba él. Encendí la luz y me puse a trabajar al lado de la ventana, tal como era mi costumbre. Le estaba volviendo el chaleco a uno de los inquilinos de la casa, que vivía en el piso de arriba. Sin embargo, seguía intranquilo. En cierto modo, creo que, si se me hubiera quemado toda la ropa en la estufa, no lo habría sentido tanto.
 A Yemelia no le pasó desapercibida, por supuesto, la indignación que a mí me recomía. La verdad es que, cuando un hombre comete algo malo, es capaz de predecir cualquier clase de desgracia, del mismo modo que los pájaros barruntan las tormentas.
 —A propósito, Astafi Ivanovich —comenzó a decirme Yemelia Ilich, con voz temblorosa—, ¿no se ha enterado de que hoy se casa Antip Prokorich, el mariscal, con la viuda del cochero que murió hace muy poco?
 Le respondí con una mirada cargada de intención que él entendió de maravilla. ¿Y qué ocurrió entonces? De pronto, Yemelia se levantó, se dirigió a la cama y comenzó a revolver las ropas. Yo preferí no moverme y observar. Entretanto, él siguió buscando y buscando, sin dejar de murmurar:
 —¡Aquí no hay nada! ¡Absolutamente nada! ¡Es inútil buscar! ¿Dónde estarán esos endemoniados pantalones? Es incomprensible, porque la tierra no se los ha podido tragar...
 Yo continuaba a la expectativa de lo que pudiera ocurrir, porque aquello me parecía un tanto extraño... ¿Se trataba de una comedia? ¿O era que Yemelia tenía realmente la cabeza trastornada?
 De repente, sucedió algo que no esperaba... Yemelia, en su búsqueda, se metió debajo de la cama. ¿Qué iría a hacer allí? Ante aquella nueva excentricidad, no pude contenerme:
 —¿Qué haces, Yemelia Ilich? ¿Qué haces debajo de la cama? ¿Te has vuelto tonto?
 —Estoy mirando, por si se hubieran caído aquí esos malditos pantalones...
 —Pero... ¿qué dice, señor mío? —le contesté, sin darme cuenta de que había dejado de tutearle, llevado por mi indignación—. ¿Acaso cree usted que es digno el arrastrarse por los suelos para buscar unos pantalones?
 —¡Ah, señor! Eso es lo de menos... La cuestión es que esos calzones tienen que estar en algún lado..., y que alguien los tiene que encontrar.
 —¡Hum...! Escúchame bien, Yemelia Ilich...
 —¿Qué?
 —¿No será que me has robado, como si fueras un simple ladronzuelo, en señal de gratitud por haber compartido mi pan contigo?
 Entonces él me dijo algo, pero todos sus esfuerzos estaban encaminados a enternecerme. De nuevo se arrastró de rodillas por el suelo.
 —No, Astafi Ivanovich —dijo, después de un rato—. Se equivoca si piensa eso de mí.
 Pero él siguió debajo de la cama, hasta que por último, pasados unos minutos, volvió a incorporarse, Me fijé en su rostro y vi que estaba más blanco que un pañuelo.
 Yemelia Ilich se levantó, se fue hacia la ventana, se sentó, mientras yo trabajaba, y allí permaneció en aquella actitud por lo menos durante diez minutos, después de los cuales se incorporó y se dirigió hacia mí.
 En su rostro pude sorprender el temor que se tiene cuando se es culpable de algo.
 —Se equivoca, Astafi Ivanovich —dijo—. No crea que me he tomado la libertad de sustraerle esos pantalones...
 Al pronunciar aquellas palabras, noté que le temblaba el cuerpo, así como la voz. Para conferir más fuerza a sus palabras, se tocaba el pecho con un dedo, de forma que yo mismo llegué a sentir una especie de angustia.
 —Está bien, Yemelia Ilich —le dije—, como quieras. Si es como dices, tendrás que perdonarme por ser injusto contigo al sospechar de ti. Dejemos ya en paz esos pantalones... ¡Que estén donde sea! Al fin y al cabo, no nos son necesarios para vivir. Gracias a Dios, tengo salud y buenas manos para trabajar. No por ello me voy a desesperar, ni tampoco voy a ponerme a pedir limosna, ¿no te parece?
 Yemelia Ilich continuó todavía un rato de pie.
 Al parecer oía lo que le estaba diciendo, pero como si no lo asimilara mentalmente. Al final, sin embargo, pareció calmarse..., y volvió a sentarse en el suelo, replegado sobre sí mismo.
 En aquella postura permaneció, sin moverse, mientras yo trabajaba. Cuando me marché a dormir él aún estaba allí. Y a la mañana siguiente..., todavía seguía en el mismo lugar, arrebujado en su capa, tal como lo había dejado la noche anterior. Sin duda se había sentido humillado y por eso no había querido acostarse en la cama.
 Debo decir que para entonces, en cierto modo, yo había perdido el respeto a Yemelia Ilich. Tampoco sentía ya por él la misma inclinación afectuosa que antes, pudiéndose decir que le odiaba. Era como si un hijo mío me hubiese robado, dándome un horrible disgusto y haciéndome perder mi confianza en él.
 Por lo demás, Yemelia entró en una etapa crítica de su vicio. Pasó más de dos semanas seguidas bebiendo. Estaba tan borracho que parecía haberse vuelto loco. Se iba de casa por la mañana y no regresaba hasta la noche. ¡Si al menos en aquellas dos semanas le hubiese oído yo una sola palabra! Pero nada... Era como si sólo le interesara suicidarse bebiendo.
 Al final, cuando al parecer se quedó sin dinero, cesaron sus salidas y volvió a sentarse conmigo junto a la ventana. Un día, de pronto, comenzó a llorar. ¿Qué podía ocurrirle? Le miré y me di cuenta de que lloraba a raudales. Sus ojos parecían dos manantiales.
 Siempre me ha dado una gran pena ver a un hombre llorar, y más si se trata de un hombre como Yemelia, quien estoy seguro de que lloraba compungido ante el enorme peso de su pobreza y de su dolor.
 —¿Qué te sucede, Yemelia? —le pregunté.
 Por primera vez desde hacía muchos días había vuelto a dirigirle la palabra, y entonces él pareció estremecerse.
 —Por favor, Yemelia. ¿Por qué te empeñas en permanecer sentado ahí, como si fueras un búho?
 —Es que..., es que quisiera buscar trabajo, Astafi Ivanovich.
 —¿Y en qué clase de trabajo has pensado?
 —En ninguno. Creo que cualquiera podría servirme. Podría colocarme donde antes... Ya estuve hablando con Fiodor Ivanovich y le supliqué que me readmitiera. Pienso que no es correcto que yo sea una carga para usted. En cuanto encuentre trabajo, prometo devolverle todo lo que le debo, e incluso pienso recompensarle por las inolvidables atenciones que ha tenido conmigo.
 —¡Basta, Yemelia! Lo pasado ya pasó, ¿comprendes? ¡Que bucee en él la urraca! ¡No por eso se va a acabar la vida para nosotros!
 —No estoy de acuerdo, Astafi Ivanovich, porque sé lo que está pensando... Yo no le quité aquellos pantalones.
 —Está bien, te creo, Yemelia. ¿Quién dice lo contrario?
 —No es eso, Astafi Ivanovich, porque la cuestión estriba en que, a mi juicio, no debo seguir aquí.
 —¿Y por qué? ¿Te ha ofendido alguien? Dime, ¿quién te echa de esta casa? Al menos, yo no tengo tal intención...
 —Ya lo sé... Pero eso no quita para que yo comprenda que no está bien que siga viviendo en su casa. En resumidas cuentas, creo que es mucho mejor que me vaya de aquí...
 —¿Y adonde irás? Por favor, hombre, ten un poco de juicio... Piénsalo bien, ¿dónde vas a ir?
 —Por favor, Astafi Ivanovich, no haga nada por retenerme... —dijo Yemelia, y volvió a llorar—. Me voy ahora mismo, de manera que no haga nada para retenerme... ¡Prométamelo! ¡Prometa que no me lo impedirá!
 —¿Por qué, Yemelia? ¿Por qué?
 —No lo sé, Astafi Ivanovich... De cualquier forma, usted tampoco es el mismo de antes.
 —¿Cómo que no? Pero... ¿qué estás diciendo? Tú no eres el mismo... Lo que ocurre simplemente es que se te ha metido en la cabeza acabar contigo, te has convertido en tu peor enemigo, ¿no te das cuenta?
 —No es eso, Astafi Ivanovich. Ahora, por ejemplo, usted se preocupa de cerrar el baúl. Yo veo todas esas cosas y me da mucha pena. Por eso lloro. Lo mejor que puedo hacer, y crea que lo he pensado bien, es marcharme y pedirle perdón por haberle sido tan... tan molesto.
 ¡Y se marchó! ¡Ya lo creo que se marchó! Yo no quería creerlo, pero a la mañana siguiente hube de convencerme de que lo había hecho de verdad. Le esperé durante todo el día, pensando que regresaría por la noche, pero me equivocaba. No regresó en todo aquel día, ni al siguiente, ni tampoco al tercero... Comencé a inquietarme y perdí las ganas de comer tanto como las de dormir. No hacía más que darle vueltas a mi cabeza. Con su decisión, el bueno de Yemelia Ilich había conseguido intranquilizarme y desordenar todo mi sistema de vida.
 Al cuarto día me llegué hasta la taberna que Yemelia solía frecuentar. Pregunté a todos por él, pero nadie sabía dónde podía estar. ¡Había desaparecido! «Habrá perdido el juicio y lo más probable es que esté tirado por algún rincón», me dije.
 Cuando regresé a casa, estaba más muerto que vivo. Al día siguiente salí de nuevo a buscarlo, al mismo tiempo que me reprochaba a mí mismo la irresponsabilidad de haber dejado hacer su santa voluntad a un hombre en las condiciones de Yenielia. Por fin, al quinto día, que era festivo, cuando apenas había amanecido, oí que llamaban a la puerta. Salí a abrir..., y me encontré con Yemelia. ¡Allí estaba! ¡Y qué aspecto traía, Dios mío! Tenía el rostro completamente amoratado, los cabellos horriblemente sucios, y todo en él evidenciaba que aquellos días había dormido en el arroyo, además de que estaba más delgado que una cerilla.
 Yemelia Ilich se quitó la capa y se sentó frente a mí, en el baúl. Se me quedó mirando fijamente. Aunque seguía teniendo mis prevenciones contra él, cuando se ve a un ser humano en semejante estado, es casi imposible no sentir un poco de compasión. Me acerqué a él y le pasé la mano por la espalda, con la intención de consolarlo.
 —Yemelia —le dije—, alégrate..., puesto que te encuentras de nuevo en casa. Ayer estuve buscándote y hoy me proponía hacer lo mismo por todas las tabernas los figones de la ciudad. Dime, ¿has comido?
 —Sí...
 —No te creo... Anda, ven a la mesa. ¿Sabes? Puedo darte una sopa de coles y algo de carne que quedó de anoche. También hay cebollas y pan... Anda, ven y come algo, para que recuperes fuerzas.
 Le di todo aquello que le había prometido, y por el apetito con que lo devoró, pude deducir que llevaba tres días por lo menos sin probar bocado... ¡Había que ver el hambre que tenía el pobre Yemelia!
 —¡No sabes cómo me alegro de volverte a ver, amigo mío!... Ahora te traeré una botella de aguardiente, y así podrás olvidar tus penas. Nos haremos a la idea de que entre nosotros no ha pasado nada, ¿te parece bien? Te prometo que no te guardaré ninguna clase de resentimiento, Yemelia...
 Le dejé solo para ir a buscar el aguardiente, que puse sobre la mesa, frente a él. Después me senté a su lado, y dije:
 —¿Qué te parece si brindamos por la fiesta de hoy? ¡A tu salud, Yemelia!
 Recuerdo que él tendió con avidez su mano, y ya iba a coger el vaso, cuando le vi vacilar. ¿Qué significaba aquello? Al final, sin embargo, asió el vaso y se lo llevó a la boca. Le temblaba tanto la mano, que se le vertía el licor... Y de pronto, para colmo de mi sorpresa, vi que dejaba el vaso en su sitio, sin probarlo siquiera.
 —¿Qué te ocurre, Yemelia?
 —Nada, Astafi Ivanovich. Es que yo...
 —¡Cómo! ¿Ya no bebes?
 —No, Astafi Ivanovich. Me he hecho el propósito de no beber nunca más...
 —¿Qué quiere decir eso, Yemelia? ¿Has dejado para siempre la bebida o se trata simplemente de una actitud circunstancial?
 Yemelia no respondió. Se había quedado en silencio, y al cabo de un rato apoyó la cabeza en sus dos manos.
 —¿No será que estás enfermo, Yemelia?
 —Así es, Astafi Ivanovich. Me siento mal, realmente mal... No sé qué me ocurre.
 Me apresuré a llevarlo a la cama. Y allí comprobé que le ardía la frente. La fiebre hacía que le temblara todo el cuerpo. Durante todo el día estuve a su lado, en la cabecera del lecho. Por la noche se agravó su estado y le di una sopa de manteca y cebolla.
 —Tómate esta sopa y verás como te alivia —le dije.
 —No... Será mejor que hoy no tome nada —me respondió con la cabeza temblorosa.
 La patrona se había preocupado también por él. Le preparó té, pero todo era inútil. El enfermo no se aliviaba ni reaccionaba con nada. A la mañana del segundo día fui en busca de un médico bastante conocido, cuyo nombre era Kostopravov. Yo le conocía con anterioridad a aquel día: cuando estaba con los señores de Bosomiaguin, lo habían llamado en cierta ocasión para que me viese, puesto que no me encontraba bien.
 El médico, en cuanto vio a Yemelia, dijo;
 —Lo cierto es que no hay nada que hacer... No merecía la pena que me llamaran. De todos modos, siempre se le pueden dar unos polvos.
 Creí que el doctor no hablaba seriamente. En esta situación, llegamos al quinto día... Aún recuerdo a Yemelia. Estaba en la cama, frente a mí, mientras yo permanecía junto a la ventana con mi trabajo. La patrona se afanaba por encender la estufa. Ninguno de los tres hablábamos. Yo tenía el corazón destrozado, como si quien estaba agonizando fuese mi hijo preferido.
 A la mañana siguiente noté que Yemelia hacía esfuerzos por decirme algo, pero por lo que fuese o no se atrevía o le resultaba imposible. En sus ojos se podía observar una profunda tristeza.
 Aún recuerdo, como si fuese ahora, que al mirarte yo, él retiró la vista hacia otra parte, como si sintiera una especie de vergüenza.
 —¡Astafi Ivanovich! —exclamó de pronto.
 —¿Qué quieres?
 —Estaba pensando una cosa... Si vendiéramos mi capa en el rastro, ¿cuánto podríamos sacar de ella?
 —¿Cuánto nos darían por tu capa? No lo sé. Tal vez tres rublos...
 Aunque le dije aquello, yo sabía que se me habrían reído si hubiera ido a vender un pingajo así al rastro. Mi intención era tranquilizarlo, antes que cualquier otra cosa, pues conocía la extremada sensibilidad de Yemelia.
 —Es lo que yo creo también —me respondió, después de unos segundos—. Al fin y al cabo, el paño es bueno, y tres rublos no es mucho dinero...
 Tras decir esto, el enfermo permaneció un buen rato en silencio, hasta que volvió a exclamar:
 —¡Astafi Ivanovich!
 —¿Qué?
 —¿Quiere hacerme un favor?
 —Dime lo que sea, Yemelia.
 —Tal vez sea demasiada molestia...
 —¿Demasiada molestia? ¿Por qué? En todo caso, dime de qué se trata.
 —Desearía que vendiese usted mi capa cuando yo me muera... Que no me entierren con ella.
 —¿Por qué?
 —Después de muerto, la capa no me servirá ya de nada, y en cambio, como usted mismo ha reconocido, es una prenda de la que se puede sacar algún provecho..., aunque éste se limite a tres rublos.
 Aquellas palabras me impresionaron de tal manera que no acerté a decir nada. Lo único que me parecía estar claro era que la muerte había comenzado a llamar en el corazón de Yemelia Ilich.
 Acto seguido, se hizo de nuevo el silencio entre nosotros. Yo miraba de soslayo a Yemelia, mientras que él, a su vez, no dejaba de mirarme. Sin embargo, en cuanto nuestras miradas se cruzaban, él apartaba la suya.
 —¿Quieres un poco de agua? —le pregunté de pronto.
 —Sí, démela... Le di de beber y pude comprobar que sorbía el agua con verdadera ansia.
 —Muchas gracias, Astafi Ivanovich... —me dijo—. Se lo agradezco de verdad.
 —Dime, Yemelia, ¿quieres alguna otra cosa?
 —No...
 —¿De verdad no necesitas nada?
 —No, Astafi Ivanovich. Lo único que me gustaría... Lo que desearía...
 —¿Qué, Yemelia?
 —Eso...
 —¿Qué es?
 —Lo que le he dicho antes...
 —¿A qué te refieres?
 —Es que..., es que... ¡Aquellos pantalones! ¿Se acuerda, Astafi Ivanovich? Pues bien, fui yo quien se los robó, a pesar de que le dije que no...
 He de confesar que aquello que para él era una revelación, a mí no me causaba ninguna sorpresa. «Estoy seguro de que Dios lo perdonará», me dije, mirando a Yemelia Ilich.
 No obstante, las palabras del moribundo hicieron que se me cortara el aliento. Un gran peso se instaló encima de mi corazón y las lágrimas comenzaron a correr a raudales por mis mejillas. No podía evitarlo. No quería llorar, por no impresionar a Yemelia, pero me resultaba imposible dominar la emoción. Al final, decidí que lo mejor sería apartarme del lecho. Y así lo hice. Pero de pronto requirió mi atención el enfermo, pues me llamó:
 —¡Astafi Ivanovich!
 —¿Qué? —le contesté, al mismo tiempo que me volvía hacia la cama.
 Yemelia quería decirme algo. Esto resultaba más que evidente por el empeño que ponía en incorporarse. Se hubiera dicho que estaba empleando las fuerzas que en realidad nunca tuvo.
 Por último consiguió incorporarse ligeramente, tras lo cual comenzó a mover los labios. Estaba claro: quería decirme algo. Pero ¿qué podía ser?
 —¿Quieres decirme algo, Yemelia?
 El moribundo hizo un gesto de asentimiento y siguió moviendo los labios. De repente su rostro enrojeció en grado sumo, y me miró fijamente... Luego comenzó a palidecer, echó hacia atrás la cabeza, lanzó un profundo suspiro, y a continuación entregó su alma a Dios...

Fiodor Dostoievski

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