Nubes de alborada en destello ya ignorada, cantaba
con cierto responso el recio Diptongo, mayordomo negro
de familia con clase que buscaba el oro en tierra quebrada,
maldita e ignorada por leyes en tiempos de mi tatarabuelo.
La espesa melodía escrita al mediodía por escriba del tormento
seguía su tonada en clara exponencia a un modelo digno de vida
sin sufrimiento. Sólo la mencionaba cuando la soledad le era
compaña pues si su amo supiera de tal clamor, lo echaría a los perros.
Quiso la leyenda que circula de tienda en tienda poner de moda
el solitario alarde que esclavo daba por suyo. Todo llegó a oídos
del comandante que exasperó su juicio en matar a todo cantante
que diera el cante. El rumor voló sobre el pueblo como halcón por el cielo.
Pero el pobre que expongo por nombre Diptongo no se pudo enterar
de este bando pues se encontraba en la ciudad comprando fango.
A su vuelta y con la medida hecha cabida, se fue a la letrina
y creyéndose solo en mitad de la nada espantando moscas, cantó su cantina.
Y como lo dicho es hecho y todo lo material se queda en
nada, la libertad del cuerpo va ligada a la mente con sentimiento
creciente. Toda búsqueda de quimeras en vida es insustancial
porque la verdad de todo es que el corazón es el motor de la razón.
Y sucedió la desgracia de toda historia echa jirones. El amo
quiso saber dónde estaba el negro ausente y lo encontró con la
prohibición en la mente por boca saliente. Una furia se formó
en torno a su figura y de buena gana tiró el cobertizo de una patada.
Viéndose el iluso en uso descubierto por figura malsana, quiso
implorar perdón, mas la venganza de los Dioses estaba en marcha.
Toda afrenta por siquiera usar el silicio del silencio era del todo violenta.
Genuflexado, las manos en alto, oración al cielo, pero la carne ya era pecado.
Él volvió con látigo de siete colas. Una resquebró el costillar, otra
se clavó en el pulmón, otra alisó el hígado, otra cortó su rostro,
otra bendijo su riñón, otra destrozó el cuello y la última
desfloró el hueso. Así hasta veinticinco veces. Así hasta morder las heces.
Mi bisabuelo era negro y Diptongo se llamaba. Quiso la fortuna
que dejara simiente en el vientre de una yaya pues su suerte estaba echada.
Aquella noche los perros no aullaron pues su alimento era pleno.
Aquella noche, mi bisabuelo sirvió de sustento a las presas del portento.
Antonio Jiménez
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