martes, 30 de noviembre de 2010

El suelo que respiro


Quisiera aprender a no ver
más allá
de los ojos por cordura
en tu amable cintura
con talle de alambre, suelta en costumbre
del amante
que pierde el sentido
por estas palabras
sin destino.

Quisiera aprender a no comprender
el mar iluminante
del suelo que respiro,
pero las compañías
me son tardías
y mi juguete sigue siendo
aquel que dejaste
en la calle a mi vera.

Quisiera aprender a no sentir
siquiera el compás
de imágenes que arrecian mis venas;
solo quisiera ser, sin entrometer
por sentir el sendero
de tu corazón
a través de mi ruego,
alimentando las hojas del requiebro.

Antonio Jiménez

Bendición (Charles Baudelairte)


Cuando, por un decreto de las potencias supremas,
el Poeta aparece en este mundo hastiado,
su madre espantada y llena de blasfemias
crispa sus puños hacia Dios, que de ella se apiada:

—"¡Ah! ¡no haber parido todo un nudo de víboras,
antes que amamantar esta irrisión!
¡Maldita sea la noche de placeres efímeros
en que mi vientre concibió mi expiación!

Puesto que tú me has escogido entre todas las mujeres
para ser el asco de mi triste marido,
y como yo no puedo arrojar a las llamas,
como una esquela de amor, este monstruo esmirriado,

¡Yo haré rebotar tu odio que me agobia
sobre el instrumento maldito de tus perversidades,
y he de retorcer tan bien este árbol miserable,
que no podrán retoñar sus brotes apestados!"

Ella vuelve a tragar la espuma de su odio,
y, no comprendiendo los designios eternos,
ella misma prepara en el fondo de la Gehena
las hogueras consagradas a los crímenes maternos.

Sin embargo, bajo la tutela invisible de un Ángel,
el Niño desheredado se embriaga de sol,
y en todo cuanto bebe y en todo cuanto come,
encuentra la ambrosía y el néctar bermejo.

El juega con el viento, conversa con la nube,
y se embriaga cantando el camino de la cruz;
y el Espíritu que le sigue en su peregrinaje
llora al verle alegre cual pájaro de los bosques.

Todos aquellos que él quiere lo observan con temor,
o bien, enardeciéndose con su tranquilidad,
buscan al que sabrá arrancarle una queja,
y hacen sobre Él el ensayo de su ferocidad.

En el pan y el vino destinados a su boca
mezclan la ceniza con los impuros escupitajos;
con hipocresía arrojan lo que él toca,
y se acusan de haber puesto sus pies sobre sus pasos.

Su mujer va clamando en las plazas públicas:
"Puesto que él me encuentra bastante bella para adorarme,
Yo desempeñaré el cometido de los ídolos antiguos,
y como ellos yo quiero hacerme redorar;

¡Y me embriagaré de nardo, de incienso, de mirra,
de genuflexiones, de viandas y de vinos,
para saber si yo puedo de un corazón que me admira
usurpar riendo los homenajes divinos!

Y, cuando me hastíe de estas farsas impías,
posaré sobre él mi frágil y fuerte mano;
y mis uñas, parecidas a garras de arpías,
sabrán hasta su corazón abrirse un camino.

Como un pájaro muy joven que tiembla y que palpita,
Yo arrancaré ese corazón enrojecido de su seno,
y, para saciar mi bestia favorita,
Yo se lo arrojaré al suelo con desdén!"

Hacia el Cielo, donde su mirada alcanza un trono espléndido,
El Poeta sereno eleva sus brazos piadosos,
Y los amplios destellos de su espíritu lúcido
Le ocultan el aspecto de los pueblos furiosos:

—"Bendito seas, mi Dios, que dais el sufrimiento
como divino remedio a nuestras impurezas
y cual la mejor y la más pura esencia
que prepara los fuertes para las santas voluptuosidades!

Yo sé que reservarás un lugar para el Poeta
en las filas bienaventuradas de las Santas Legiones,
y que lo invitarás para la eterna fiesta
de los Tronos, de las Virtudes, de las Dominaciones.

Yo sé que el dolor es la nobleza única
Donde no morderán jamás la tierra y los infiernos,
Y que es menester para trenzar mi corona mística
Imponer todos los tiempos y todos los universos.

Pero las joyas perdidas de la antigua Palmira,
los metales desconocidos, las perlas del mar,
por vuestra mano engastados, no serían suficientes
para esa hermosa Diadema resplandeciente y diáfana;

Porque no será hecho más que de pura luz,
tomada en el hogar santo de los rayos primitivos,
y del que los ojos mortales, en su esplendor entero,
no son sino espejos oscurecidos y dolientes!"

Charles Baudelaire

Paul Auster - El Cuaderno Rojo (y 4)


4

L. y yo nos casamos en 1974. Nuestro hijo nació en 1977, y al año siguiente ya había terminado nuestro matrimonio. Pero todo eso importa poco ahora, salvo para localizar el escenario de un incidente que ocurrió en la primavera de 1980.

L. y yo vivíamos entonces en Brooklyn, a tres o cuatro manzanas de distancia, y nuestro hijo dividía su tiempo entre los dos apartamentos. Una mañana, yo había ido a casa de L. para recoger a Daniel y lle­varlo al colegio. No me acuerdo si entré en el edificio o si Daniel bajó las escaleras solo, pero recuerdo con claridad que, cuando ya nos íbamos, L. abrió la ventana de su apartamento en el tercer piso para echarme dinero. Tampoco me acuerdo de por qué lo hizo. Quizá quería que echara una moneda en el parquímetro; quizá yo tenía que hacerle algún recado, no lo sé. Lo único que se me ha quedado grabado es la ventana abierta y la imagen de una moneda de diez centavos volando por el aire. La veo con tal claridad que es casi como si hubiera estudiado fotografías de ese instante, como si la moneda formara parte de un sueño recurrente que yo hu­biera tenido desde entonces.

Pero la moneda de diez centavos chocó contra la rama de un árbol, y se rompió la curva descendente que describía camino de mi mano. La moneda rebotó contra el árbol, aterrizó sin ruido por allí cerca y se esfumó. Me acuerdo de haberme agachado a buscarla, removiendo las hojas y las ra­mas al pie del árbol, pero los diez centavos no aparecieron por ninguna parte.

Puedo fechar este incidente a princi­pios de la primavera porque sé que más tarde, el mismo día, asistí a un partido de béisbol en el Shea Stadium: el partido que inauguraba la temporada. Un amigo mío había conseguido entradas, y generosa­mente me había invitado a acompañarlo. Yo no había estado nunca en el primer partido de la temporada, y recuerdo bien la ocasión.

Llegamos temprano (parece que había que recoger las entradas en alguna taquilla) y, mientras mi amigo hacía la gestión, yo lo esperaba en uno de los accesos del estadio. No se veía un alma. Me refugié en un hueco para encender un cigarro (aquel día hacía mucho viento), y allí, en el suelo, a un palmo de mi pie, estaban los diez cen­tavos. Me agaché, los cogí y me los metí en el bolsillo. Por absurdo que pueda pare­cer, tuve la certeza de que eran los mis­mos diez centavos que había perdido en Brooklyn esa mañana.

Por una tonada


Nubes de alborada en destello ya ignorada, cantaba
con cierto responso el recio Diptongo, mayordomo negro
de familia con clase que buscaba el oro en tierra quebrada,
maldita e ignorada por leyes en tiempos de mi tatarabuelo.

La espesa melodía escrita al mediodía por escriba del tormento
seguía su tonada en clara exponencia a un modelo digno de vida
sin sufrimiento. Sólo la mencionaba cuando la soledad le era
compaña pues si su amo supiera de tal clamor, lo echaría a los perros.

Quiso la leyenda que circula de tienda en tienda poner de moda
el solitario alarde que esclavo daba por suyo. Todo llegó a oídos
del comandante que exasperó su juicio en matar a todo cantante
que diera el cante. El rumor voló sobre el pueblo como halcón por el cielo.

Pero el pobre que expongo por nombre Diptongo no se pudo enterar
de este bando pues se encontraba en la ciudad comprando fango.
A su vuelta y con la medida hecha cabida, se fue a la letrina
y creyéndose solo en mitad de la nada espantando moscas, cantó su cantina.

Y como lo dicho es hecho y todo lo material se queda en
nada, la libertad del cuerpo va ligada a la mente con sentimiento
creciente. Toda búsqueda de quimeras en vida es insustancial
porque la verdad de todo es que el corazón es el motor de la razón.

Y sucedió la desgracia de toda historia echa jirones. El amo
quiso saber dónde estaba el negro ausente y lo encontró con la
prohibición en la mente por boca saliente. Una furia se formó
en  torno a su figura y de buena gana tiró el cobertizo de una patada.

Viéndose el iluso en uso descubierto por figura malsana, quiso
implorar perdón, mas la venganza de los Dioses estaba en marcha.
Toda afrenta por siquiera usar el silicio del silencio era del todo violenta.
Genuflexado, las manos en alto, oración al cielo, pero la carne ya era pecado.

Él volvió con látigo de siete colas. Una resquebró el costillar, otra
se clavó en el pulmón, otra alisó el hígado, otra cortó su rostro,
otra bendijo su riñón, otra destrozó el cuello y la última
desfloró el hueso. Así hasta veinticinco veces. Así hasta morder las heces.

Mi bisabuelo era negro y Diptongo se llamaba. Quiso la fortuna
que dejara simiente en el vientre de una yaya pues su suerte estaba echada.
Aquella noche los perros no aullaron pues su alimento era pleno.
Aquella noche, mi bisabuelo sirvió de sustento a las presas del portento.

Antonio Jiménez

lunes, 29 de noviembre de 2010

Paul Auster - El Cuaderno Rojo (y 3)


3

No mucho después de mi regreso a Nueva York (julio de 1974) un amigo me contó la siguiente historia. Tiene lugar en Yugoslavia, durante lo que serían los últi­mos meses de la Segunda Guerra Mundial.

El tío de S. era miembro de un grupo partisano serbio que luchaba contra la ocupación nazi. Un día, sus camaradas y él amanecieron rodeados por las tropas alemanas. Se habían refugiado en una granja, en un lugar perdido del campo, y la nieve alcanzaba casi medio metro de altura: no tenían escapatoria. No sabiendo qué ha­cer, decidieron echarlo a suertes: su plan era salir de la granja uno a uno, corriendo a través de la nieve para intentar salvarse. De acuerdo con los resultados del sorteo, el tío de S. debía salir en tercer lugar.

Vio por la ventana cómo el primer hombre corría por la nieve. Desde detrás de los árboles dispararon una ráfaga de ametralladora. El hombre cayó. Un ins­tante después, el segundo hombre salió y le ocurrió lo mismo. Las ametralladoras disparaban a discreción: cayó muerto en la nieve.

Entonces le llegó el turno al tío de mi amigo. No sé si vacilaría en la puerta. No sé qué pensamientos lo asaltarían en aquel momento. La única cosa que me han con­tado es que echó a correr, abriéndose paso a través de la nieve con todas sus fuerzas. Parecía que la carrera no tenía fin. Enton­ces sintió de repente dolor en una pierna. Un segundo después un calor insoportable se extendió por su cuerpo, y un segundo después había perdido el conocimiento.

Cuando se despertó, se encontró ten­dido boca arriba en el carro de un campesino. No tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, no tenía ni idea de cómo lo habían salvado. Simplemente había abierto los ojos: y allí estaba, tumbado en un carro que un caballo o un mulo arras­traba por un camino rural, mirando la nuca de un campesino. Observó esa nuca durante algunos segundos, y entonces, pro­cedentes del bosque, se sucedieron violen­tas explosiones. Demasiado débil para moverse, continuó mirando la nuca, y de repente la nuca desapareció. La cabeza voló, se separó del cuerpo del campesino, y, donde un momento antes había habido un hombre completo, ahora había un hombre sin cabeza.

Más ruido, más confusión. Si el caballo seguía tirando del carro o no, no lo puedo decir, pero, pocos minutos o pocos segun­dos después, un gran contingente de tro­pas rusas bajaba por la carretera. Jeeps, tanques, una multitud de soldados. Cuan­do el oficial al mando vio la pierna del tío de S., rápidamente lo envió al hospital de campaña que habían montado en los al­rededores. Sólo era una choza tambaleante de madera: un gallinero, quizá el coberti­zo de una granja. Allí el médico del ejército ruso dictaminó que era imposible salvar la pierna. Estaba destrozada, dijo, y había que amputarla.

El tío de mi amigo empezó a gritar. “No me corte la pierna”, imploró. “Por fa­vor, se lo suplico, ¡no me corte la pierna!”, pero nadie lo escuchaba. Los enfermeros lo sujetaron con correas a la mesa de ope­raciones, y el médico empuñó la sierra. Ya rasgaba la sierra la piel cuando se produjo otra explosión. El techo del hospital se hundió, las paredes se derrumbaron, el lo­cal entero saltó hecho pedazos. Y una vez más, el tío de S. perdió el conocimiento.

Cuando despertó esta vez, estaba acos­tado en una cama. Las sábanas eran lim­pias y suaves, el olor de la habitación era agradable, y aún tenía la pierna unida al cuerpo. Un momento después, miraba la cara de una joven maravillosa, que sonreía y le daba un caldo a cucharadas. Sin saber qué había sucedido, de nuevo había sido salvado y trasladado a otra granja. Cuando volvió en sí, durante algunos minutos, el tío de S. no estuvo seguro de si estaba vivo o muerto. Le parecía que a lo mejor había despertado en el paraíso.

Se quedó en la casa mientras se recu­peraba y se enamoró de la joven maravi­llosa, pero aquel amor no prosperó. Me gustaría decir por qué, pero S. nunca me contó más detalles. Lo que sé es que su tío conservó la pierna y, cuando terminó la guerra, se trasladó a Estados Unidos para empezar una nueva vida. No sé cómo (no conozco bien los pormenores), acabó en Chicago de agente de seguros.

Hambre de fiambre


Hice el amor a las 20:50 en el boulevard
de la fama mientras la cama chirriaba
con notas de sexo sin seso por donde dar
dio y por recibir ni un miserable níquel le daba.
El fantasma de mi compadre se me apareció
entre tablas queriendo ron y tomar el coño que sin
quererlo ya ni gozaba. Maldita su estampa y recio
desplante su estirpe pues alejó mi esencia del confín
de aquella estancia sucia y maloliente.

Atravesé el lupanar con hambre despierta pero
el rugido de mis tripas solo daban miserere
a un compás dirigido a despreciar el desespero.
Las tropas de chulos no vieron con buen relé
cenizas en despojo por no pagar su mercancía;
sacaron sus seis muelles y rajaron el aire
buscando parte de miedo en mi cuerpo. Recé
oración sin dueño y salí corriendo tragando sangre.

Creí despertar el desoriento, pero tras de mí
vi los jinetes buscando mi cuello. Maldije sus
estampas y crucé la vía buscando consuelo en
un atropello. Nadie aparecía y mi mente trajinaba
un asueto con el diablo mientras los galgos
daban presa a su pieza. Con mil reflejos
vi clavarse hojas sin fundamento, sacándome
las tripas a la luz del cielo. Suspiré, caí y fiambre fui.

Antonio Jiménez