martes, 30 de noviembre de 2010

Paul Auster - El Cuaderno Rojo (y 4)


4

L. y yo nos casamos en 1974. Nuestro hijo nació en 1977, y al año siguiente ya había terminado nuestro matrimonio. Pero todo eso importa poco ahora, salvo para localizar el escenario de un incidente que ocurrió en la primavera de 1980.

L. y yo vivíamos entonces en Brooklyn, a tres o cuatro manzanas de distancia, y nuestro hijo dividía su tiempo entre los dos apartamentos. Una mañana, yo había ido a casa de L. para recoger a Daniel y lle­varlo al colegio. No me acuerdo si entré en el edificio o si Daniel bajó las escaleras solo, pero recuerdo con claridad que, cuando ya nos íbamos, L. abrió la ventana de su apartamento en el tercer piso para echarme dinero. Tampoco me acuerdo de por qué lo hizo. Quizá quería que echara una moneda en el parquímetro; quizá yo tenía que hacerle algún recado, no lo sé. Lo único que se me ha quedado grabado es la ventana abierta y la imagen de una moneda de diez centavos volando por el aire. La veo con tal claridad que es casi como si hubiera estudiado fotografías de ese instante, como si la moneda formara parte de un sueño recurrente que yo hu­biera tenido desde entonces.

Pero la moneda de diez centavos chocó contra la rama de un árbol, y se rompió la curva descendente que describía camino de mi mano. La moneda rebotó contra el árbol, aterrizó sin ruido por allí cerca y se esfumó. Me acuerdo de haberme agachado a buscarla, removiendo las hojas y las ra­mas al pie del árbol, pero los diez centavos no aparecieron por ninguna parte.

Puedo fechar este incidente a princi­pios de la primavera porque sé que más tarde, el mismo día, asistí a un partido de béisbol en el Shea Stadium: el partido que inauguraba la temporada. Un amigo mío había conseguido entradas, y generosa­mente me había invitado a acompañarlo. Yo no había estado nunca en el primer partido de la temporada, y recuerdo bien la ocasión.

Llegamos temprano (parece que había que recoger las entradas en alguna taquilla) y, mientras mi amigo hacía la gestión, yo lo esperaba en uno de los accesos del estadio. No se veía un alma. Me refugié en un hueco para encender un cigarro (aquel día hacía mucho viento), y allí, en el suelo, a un palmo de mi pie, estaban los diez cen­tavos. Me agaché, los cogí y me los metí en el bolsillo. Por absurdo que pueda pare­cer, tuve la certeza de que eran los mis­mos diez centavos que había perdido en Brooklyn esa mañana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario