La verdad era que se estaba de puta madre a aquella hora en la orilla del mar, sintiendo la leve brisa acariciar los poros de tu cuerpo mientras olía uno de mis olores preferidos, el del salitre. Por aquellos años estaba saliendo con Lola, una chica con pasado ninfómano, según ella me había contado en una de sus muchísimas batallitas, algunas de veracidad cuestionable y otras de embustería incuestionable.
Aquél era el ocaso de un día en la playa. Estábamos en pleno otoño y era domingo. Al día siguiente tendría que levantarme a las siete de la mañana para ponerme al frente de una sierra a cortar tablones como un condenado, pero en aquel momento me importaba una mierda todas mis miserias. Estaba al lado de una tía que, sinceramente, sigue estando muy buena, y esa noche, en la cena, le iba a proponer una cosa.
Fuimos a un chino y empezamos a cenar regando aquellos platos de arroz tres delicias y pollo con almendras y ternera con bambú y setas chinas y ensalada de gambas con sus buenas tres botellas de rosado. Después, café irlandés para mi y chupito de licor de lagarto, cortesía de la casa. Bueno, en el momento del café le dije lo que antes he anunciado brevemente. Estaba tan soberanamente loco en aquella época como en cualquier otra época en la que el alcohol ha circulado libremente por mis venas. Le propuse matrimonio y ella aceptó con un sonoro SI y manifestó su alegría al camarero chino, que nos miraba con cara mitad asombrado, mitad agilipollado. Cuando miré el reloj vi que marcaban las doce y cuarto y le dije a mi prometida de ponernos en camino a Lucena, pues aun nos quedaba hora y poco más de carretera hasta celebrar nuestro compromiso con el consabido polvo de, digamos por decir algo, celebración.
Pero hete aquí mi sorpresa que en mitad del viaje, mi Lolilla toda acaramelada me dio un beso en la mejilla que le quedaba a su lado, mi derecha si alguien que lea este relato no se ha montado nunca en coche que no sea inglés. Luego me besó el cuello y, mira tu por donde, dirigió su mano derecha a mi bragueta, la desabrochó, buscó por entre la ropa mi lacio cipote, lo sacó, la miré, me miró, sonrió, se agachó hacia él y denle ustedes a su imaginación pues es todo lo que puedan imaginarse lo que sucedió.
Juro y perjuro que es harto complicado conducir mientras te la están mamando. Lo primero que ocurrió fue que el coche vio, obligado por las circunstancias, su velocidad reducida. Por suerte estaba la autovía a mi placer. Cuando llegó el momento de correrme, llevado por la inercia, mis ojos se dispararon hacia atrás, mis brazos se agarrotaron y mis manos se abrieron, dando por resultado que el coche vio como buena maniobra irse hacia la mediana. Cuando me di cuenta de la ruta insospechada, reaccioné y enderecé el coche. Lola me miró en ese instante, sonrió, abrió su boca, me enseñó mi semen, la cerró, hizo el gesto de tragar y volvió a abrir la boca con el resultado de estar ahora completamente limpia de líquido lechoso.
Llegamos al fin al piso y follamos como si aquel día fuera el último de nuestra vida. A las pocas horas el reloj escupió su simpática tonadilla de toca cojones diaria, me desperté, me duché, la besé y me fui al trabajo. Empezaba de nuevo la rutina. En ese momento, un gato negro se me cruzó en el camino. De ahí mi destino.
Antonio Jiménez
Me parece una celebración de proposición de matrimonio estupenda :))) ¿Llegaste a casarte con ella? Esa chica, parece un tesoro :) al menos, para ciertas cosas :) y además, de las importantes. Y lo del gato negro, bah, no seas supersticioso que trae mala suerte :D
ResponderEliminarDejo encubiertas referencias para futuros relatos cortos. Ya te enterarás. Lo del gato negro no ha sido el primero, y siempre que veo escalera en edificio paso al lado de ella. No es que sea supersticioso, pero he llegado a pensar muy seriamente estar en posesión de un mal de ojo bien dado. En fin, cosas de querer justificar todo el daño que me he hecho.
ResponderEliminarUn beso.