domingo, 7 de noviembre de 2010

La reina de Diamantes


Y por fin se encontraba frente a él, en un lugar solitario, una habitación mohosa de un motel dedicado a mantener escorias de calado infiel, jugando una partida de póker, juego del que no tenía más noción que la de formar las parejas, tríos y demás camadas. Pero estaba donde quería. Terminó la partida, perdiendo como era obvio y se excusó con la premisa de ir a por un vaso de agua. Se levantó, se dispuso a ir hacia la cocina pero se colocó detrás de él, justo donde debía estar, extrajo del bolsillo trasero de su pantalón vaquero una navaja y todo lo silenciosa que pudo la abrió y asida fuertemente la clavó en el cuello del hombre, en su parte delantera, hasta que la hoja dijo basta. Conforme la navaja iba abriéndose camino a través de la carne, los cartílagos, los músculos, el interior de aquel ser que otrora en el tiempo cometió el pecado que ahora le había costado la vida, se acordó de su marido y sus dos hijos, allí en el suelo, ensangrentados, sin vida, tal y como los había dejado el sujeto de la partida. Cuando terminó de rebanarle parte del cuello, que en aquel momento parecía una fuente dispuesta a saciar la sed del sátiro más próximo, buscó una carta entre las que se encontraban en la mesa. Cuando la encontró, la dejó medio colocada en la obertura del cuello de Alejandro Díaz Feijoo. La carta era la reina de diamantes.

Antonio Jiménez

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