viernes, 31 de diciembre de 2010

Flor de racimo gris



Flor de vicio puro tomada del rincón
más oscuro de la estancia gris del
pensamiento, tórnate luz, por favor,
hazte guía de mi vida para apaciguar
mi lamento, mi sufrimiento, mi tejido
de lobo hambriento que subyuga el latido
del amanecer al confín de una ciega
tormenta que oscurece el cielo. No seas
cruel y levanta las hojas por clamor de
 este ser que ahoga sus impulsos en hielo.

Vale, olvídalo, soy consciente de mi vida
y doy coletazos de escorpión al árido
huésped que visita mi colmena, pues solitaria
es mi condición y reventaré en cualquier
ocasión ante la mirada de aquellos que miran
hacia otro lado cuando mi cuerpo flota
por el espacio. No quiero causarte daño,
pero arranco tus penas a puñaladas
para acallar las deudas de mi condena.

Antonio Jiménez

Escritos de un necio incoherente


Hoy se acaba el 2010, un año desastroso lo mires por donde lo mires por mucho que nuestro mierdecilla cabeza presente o abreviándolo presidente diga mintiéndonos soberanamente que con su gobierno se está consiguiendo más logros en avances sociales que con ningún otro gobierno. Para rememorar solo algunos de esos logros, han eliminado el denominado por las masas cheque bebé, que que quieren que les diga, servía para la compra de la cuna manque sea. Ha subido el Iva un dos por ciento más. Bah, zarandajas sin importancias. Nosotros, obedientemente, pagamos el precio que se nos exija, sin rechistar, sin hacer ruido, que para eso están los de Telecinco todos los días. Subió la luz, el butano, el gas, el agua, todo bienes de consumo de quinta necesidad, y como apenas los usamos, ni nos enteramos. La inflación sigue empeñada en centrarse en ese dos por ciento, que parece una dicotomía, pero es para una revuelta como las del mayo francés. A los funcionarios, señoritos ellos que consiguieron su trabajo por golpe de talonario o enchufismo, le rebajan el cinco por ciento el sueldo, ya sea los del escalafón más alto como los del más bajo, observándose ahí la clara desventaja social. Las pensiones se han congelado mientras los pobres patrulleros aéreos lían la del dos de mayo por lo mal que están los pobrecitos, con tanto tráfico aéreo como existen en estos tiempos. Recuerdo mis años de carpintero y mis once horas diarias frente a una máquina. Eso no desgasta mentalmente. Y si te quejabas, ya sabías, puerta que hay otro para tu puesto. Este año ha creado también otro tipo de hijos de  puta dentro del género humano. Ya sabemos que somos lobos para nosotros mismos, pero me siento muy avergonzado de según que manifestaciones humanas. Me explico. Los bancos quieren solidez monetaria, o liquidez, escoja usted el elemento que más le agrade, o sea, no quiere más viviendas para darse el doble trabajo de tener que subastarlas. Pobres…. Pues hay un sector carroñero de la ciudadanía que tiene pagados informadores que le soplan situaciones desesperadas, o sea, de personas que tienen la soga al cuello porque tienen todos los plazos cubiertos por ejemplo de doce mil euros que deben. El ciudadano de pro se presenta en su vivienda diciéndole que él le da quince mil euros en mano por su vivienda y así tiene solucionada la papeleta. Al pobre se ve que no le queda más condición que la de aceptar y vende una vivienda a lo mejor valorada en ciento veinte mil euros por esa mezquindad. Esa es la última moda entre los buitres.

¿Y salimos a la calle? Pues claro. Esta noche sin ir más lejos millones de personas de toda España van a salir a la calle con el frío que hace a las doce de la noche a escuchar como el reloj da doce campanadas, los rebozan en confeti, cava, besos y zarandajas mientras los cabrones siguen en la sombra fumándose sus puros pensando como estrujarnos más el próximo año.

Todas las doctrinas e ideales han fracasado. Todo lo que sea exigir un mínimo de empeño por parte del populacho, fracasa. Yo no creo en ninguno de ellos. Solo siguen su paso triunfal la religión, por el miedo que provoca en un lado y por lo poco que pide en el otro, y el consumismo. A todos nos embriaga una sensación de franco placer comprarnos eso que nos gusta. ¿O acaso miento? Ya sea un libro, unas pesas, un Cd o un consolador con estrías, a todos nos provoca placer el hecho de comprar ese pequeño capricho que pensamos nos merecemos por derecho propio, ya sea por lo mucho que trabajamos, estemos puteados, estemos agobiados por los hijos, el marido, el periquito….

Estas dos doctrinas seguirán imperando en la vida. Una como he dicho sólo te pide rezar de vez en cuando e ir a misa los domingos como poco, llevar un determinado tipo de vida y comulgar con los sacramentos. Pocos lo hacen, pero se profesan creyentes. La otra solo te pide la esclavitud eterna, pues nunca vas a estar contento con lo poco que tienes y siempre vas a querer más, y más, y más, y más hasta que te des cuenta el miserable día que estes en el lecho de muerte, si puedes pensar ese día, que todo aquello era un mojón, un escape, que la verdadera felicidad recae en el poder congratularnos con nosotros mismos, y, por supuesto, en evitar que nos pisoteen como personas.

Y eso precisamente es lo que estamos dejando que nos hagan. Que nos pisoteen. Los gobiernos de turno tienen tan fácil crear un decreto como el mero echo de crearlo. Saben que muy pocas voces discordantes se van a encontrar. Saben que el pueblo no va a pedir su dimisión como malos gobernantes, haciéndonos pagar a nosotros el fracaso de sus gestiones. Sigamos por esta vía. Sigamos siendo títeres. Sigamos siendo unos peleles que muestran su disconformidad no yendo a votar, cosa que como vemos solo sirve para hacer constatar una cifra de abstención, pura y duramente.

Y no, no me pidáis comparta la felicidad de celebrar la venida del próximo año, porque para mí es más de lo mismo. Sinceramente vuestro

Antonio Jiménez

jueves, 30 de diciembre de 2010

El mago y el científico ( Umberto Eco )


Creemos que vivimos en la que Isaiah Berlin, identificándola en sus albores, llamó la Edad de la Razón. Una vez acabadas las tinieblas medievales y comenzado el pensamiento crítico del Renacimiento y el propio pensamiento científico, consideramos que vivimos en una edad dominada por la ciencia. A decir verdad, esta visión de un predominio ya absoluto de la mentalidad científica, que se anunciaba tan ingenuamente en el Himno a Satanás, de Carducci, y más críticamente en el Manifiesto comunista de 1848, la apoyan más los reaccionarios, los espiritualistas, los laudatores temporis acti, que los científicos. Son aquéllos y no éstos los que pintan frescos de gusto casi fantástico sobre un mundo que, olvidando otros valores, se basa sólo en la confianza en las verdades de la ciencia y en el poder de la tecnología.

Los hombres de hoy no sólo esperan, sino que pretenden obtenerlo todo de la tecnología y no distinguen entre tecnología destructiva y tecnología productiva. El niño que juega a la guerra de las galaxias en el ordenador usa el móvil como un apéndice natural de las trompas de Eustaquio, lanza sus chats a través de Internet, vive en la tecnología y no concibe que pueda haber existido un mundo diferente, un mundo sin ordenadores e incluso sin teléfonos.

Pero no ocurre lo mismo con la ciencia. Los medios de comunicación confunden la imagen de la ciencia con la de la tecnología y transmiten esta confusión a sus usuarios, que consideran científico todo lo que es tecnológico, ignorando en efecto cuál es la dimensión propia de la ciencia, de ésa de la que la tecnología es por supuesto una aplicación y una consecuencia, pero desde luego no la sustancia primaria.

La tecnología es la que te da todo enseguida, mientras que la ciencia avanza despacio. Virilio habla de nuestra época como de la época dominada, yo diría hipnotizada, por la velocidad: desde luego, estamos en la época de la velocidad. Ya lo habían entendido anticipadamente los futuristas y hoy estamos acostumbrados a ir en tres horas y media de Europa a Nueva York con el Concorde: aunque no lo usemos, sabemos que existe.

Pero no sólo eso: estamos tan acostumbrados a la velocidad que nos enfadamos si el mensaje de correo electrónico no se descarga enseguida o si el avión se retrasa. Pero este estar acostumbrados a la tecnología no tiene nada que ver con el estar acostumbrados a la ciencia; más bien tiene que ver con el eterno recurso a la magia.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Muere un locutor de Intereconomía ahogado en su propia mierda

 
 Si estaban ustedes viendo el canal Intereconomía el viernes por la noche (lo que sería raro porque, si son ustedes las madres de los presentadores, a esas horas deberían estar atendiendo el meublé, y si no lo son, es inexcusable), quizá aún busquen una explicación al fenómeno protagonizado por el presentador Eduardo Cortés Raya. Inmerso en una de sus furiosas invectivas, rojo de rabia y con venas hinchadas como dedos, por la comisura de los labios y por las fosas nasales empezaron a brotar sus propias heces, hasta que su cráneo explotó debido a la presión de la mierda que tenía en la cabeza.

Además de la muerte de Eduardo, tres personas tuvieron que ser hospitalizadas por contusiones, al ser impactados por fragmentos de hueso y materia marrón despedidos por la explosión.

El equipo técnico del programa Santiago y cierre asegura que el fenómeno, aunque «más vistoso» de lo que esperaban, no les pilló de improviso. «Cuando le veíamos coger esos calentones, temíamos que le ocurriera algo. Pero también decidimos no avisarle porque teníamos curiosidad y verlo sería gracioso.» Dos médicos distintos habían diagnosticado ya a Eduardo Cortés diarrea verbal, síndrome muy extendido entre los presentadores de Intereconomía. Pero Eduardo, lejos de moderarse, se entregaba aún más a cada diatriba. Por fin, un discurso sobre «ese gobierno de rojos que ha secuestrado a España», en el que de algún modo consiguió enzarzar insultos a los maricones y vivas a Cristo Rey, venció su organismo.

Eduardo Cortés Raya será añorado especialmente en su club de toda la vida, el Regina, donde las parroquianas guardan grato recuerdo de él: «Siempre pagaba una generosa propina para que no nos riéramos de su micropene, cosa que nosotras casi nunca conseguíamos», cuenta Salomé, entre risas nerviosas causadas sin duda por el dolor. Eduardo deja, además, un hijo, del que nunca pudo despedirse, puesto que cuando lo llamaron para que fuera a recoger el cuerpo hacía treinta años que no se veían. Este hijo, por cierto, fue detenido poco después por una patrulla de policía al sorprenderle lanzando un bulto de con forma de humano decapitado al contenedor de la basura orgánica, hecho este que, seguramente, no guarda ninguna relación con todo lo anterior.

martes, 28 de diciembre de 2010

Sólo mientras tanto (Mario Benedetti)


Vuelves, día de siempre,
rompiendo el aire justamente donde
el aire había crecido como muros.

 Pero nos iluminas brutalmente
y en la sencilla náusea de tu claridad
sabemos cuándo se nos caerán los ojos,
el corazón, la piel de los recuerdos.

Claro, mientras tanto
hay oraciones, hay pétalos, hay ríos,
hay la ternura como un viento húmedo.
Sólo mientras tanto.

Mario Benedetti

domingo, 26 de diciembre de 2010

Deshonra


No me mires con esos ojos, ya está hecho,
todo el horror ha sido plasmado en un boceto,
el calor de tus entrañas no da para aliviar
su aliento;
cuando clavé mi instrumento en tu bajeza
precoz de inválida llorona
te alivié de sufrimiento pues está escrito
que tu deshonra
no ha de ser tu horca.
Solo he sido verdugo del veredicto.

Antonio Jiménez

Sobre ti


Sobre ti no se haya más que el silencio
pronunciado por brisa del viento
que mueve las hojas
del rosal
puesto en flor
adornando tu desdibujada
tumba.

Antonio Jiménez

El regalo de los reyes magos (O. Henry)



Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad. Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos amueblados de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal. Abajo, en el vestíbulo de la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young". La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió el color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Sin monólogos

Intuición



Te intuí florecer
y caer ladera abajo
hasta donde el límite
dice ¡basta!
y creciste,
fundiéndote con el suelo,
lágrima ardiente
de ojo
al que quiero.

Antonio Jiménez

Non Dolet – Inner (2010)


Trip-Hop/Piano Emotional/Experimental/Ambient desde Rusia.

01 Inner
02 War Field
03 Train #312
04 Mother's Shawl
05 Searching the Water
06 Sky Melody
07 Bushido
08 Lost
09 Famish Affection
10 Outdack
11 Train of Thoughts
12 Pillow Book

Por lo que he podido entender en un  blog ruso, una chiquita llamada Alice, solita ella con su ordenata y su teclado ha compuesto esta maravilla dedicada a su mamá. Pues un viva por ella.


 
Aquí

viernes, 24 de diciembre de 2010

Escritos de un necio incoherente


Por qué no celebro estas jodidas fiestas

Todo en esta vida tiene un por qué, y por supuesto, hay varios frentes que denomino de origen común que me han llevado a no celebrar estas fiestas. Los voy a enumerar por puntos, por simple curiosidad de ver cuántos me salen:

1.      1.  Provengo de sangre atea. Tengo antecedentes ateos en mi familia y eso ha derivado en que algunos de sus descendientes los seamos.

2.     2.   Sería irónico no creyendo en un nacimiento de un mesías por estas fechas, lo celebre, ya que ni creo en mesías, ni en su nacimiento ni mucho menos en todas las barbaridades que se celebran además, ya sea los santos inocentes, el día de año nuevo (para mí no deja de ser un  día más, y está claro que todo lo que empieza acaba y ha de volver a empezar si es cíclico. Celebrar eso es de necios, bajo mi punto de vista, una palpable consecuencia más del vorágine consumista. Se sabe de todas, todas, que el uso de la uva fue por una sobreproducción acaecida en las viñas Tarraconenses y para evitar una más que posible ruina a los caciques del sector, a un publicista de la época, que fueron a quienes acudieron como última salida dichos caciques, se le ocurrió como bendecida la idea de las doce campanadas con su sempiterna uvita) Como ya he dicho, todo tiene una explicación.

3.    3.    A mí, como buen lector, me gustan los cuentos, pero para disfrutarlos y sacar una moraleja de ellos, si el autor ha filtrado tal compensación. Los cuentos no me los creo. Está más que demostrado, desde ilustres pensadores del Siglo XVII (vamos, que la cosa viene de largo como para que se obvie tan descaradamente) que los antiguos y nuevos testamentos cristianos son una vulgar copia de los mismos editados bajo la religión brahmánica, hace de eso la friolera de 8.000 años. No es una casualidad que el nacimiento de Jesús se celebre a partir del siglo IV de nuestra era el día 25, día del solsticio de invierno y, por ende, día muy celebrado en todas las culturas y religiones denominadas paganas. 

4.   4.    Es todo una suma de factores, un dos más dos, un tres más tres. Ahora viene lo más divertido de la inecuación numérica católica. La mayoría de las personas se consideran Católicos no practicantes. Más o menos es decir que me quedo con la mejor parte de su ideario o mandatos a seguir, que es, menos ir a misa los domingos, todo lo demás. Bien, luego la comunidad cristiana se vanagloria de unos números dentro de sus sectarios que no se corresponde con la verdad, pero que a su vez, no dejan de ser verdad. ¿Complejo?, no, ni mucho menos, tan solo nos asomamos a una de las evidencias más practicadas por cualquier religión en forma, momento y estado: Hipocresía.

5.  5.      Y como soy un fiel impartidario de la hipocresía, no la puedo mostrar en mis actos, lo que me lleva a ser  consecuente con la esencia misma de mis pensamientos y obras, o sea, no celebro estas fiestas.

6.    6.    Y por supuesto, y para terminar, porque no me da la real gana, ea.

Antonio Jiménez   

martes, 21 de diciembre de 2010

Chickamauga (Ambrose Bierce)


 Nota del Bloguero: Alucinar, inocentes almas con un pedazo de relato perpetrrado en las mismísimas entrañas del fuero literario. Bienvenidos al placer de leer.


En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un terreno donde recibió como herencia la guerra y el poder.

Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Este, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y separaba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico bastante frecuente de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acababa de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde habla algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.

Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender que el más afortunado no puede tentar al Destino.

De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes,  muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente, las ardillas, castigando él aire con el esplendor de sus colas chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban febrilmente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.

Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transija sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no abrigando temor hacia ellos, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas, amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto qué lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.

Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos solo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros, solo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. Una por uno, dos por dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.

El niño no reparó en todos estos detalles que solo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Solo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo se arrastraban como niñitos. Eran hombres nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, les recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. La saliente monstruosa de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.

En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.

Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativa en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lato del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, al niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.

Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente, a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustibles, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.

Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!

Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata obra de un obús. El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma, maldito lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.

Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

Ambrose Bierce