El tercer fluorescente empezando por la derecha según me encontraba yo sentado en el salón de actos del psiquiátrico de Córdoba, por suerte el ala derecha de la segunda planta del hospital provincial, donde están los menos locos o los menos ligeros de mente, o digamos ya que utilizamos despectivamente palabras por usar, los menos dementes, estaba fallando en su propia función iluminativa y me estaba tocando los cojones el ruidito que hacía. Estaba sumergido en mis propias inmersiones metafísicas sobre el origen de mis pecados sin hacer puto caso de lo que escupía el televisor cuando Claudia, una regordeta muchacha rubia que se había tirado no se cuantas veces del coche de su madre (siempre cuando estaba la madre, cuando estaba el padre, no, cosa harto curiosa a la que los psicólogos no le daban importancia pero a la que yo veía claros síntomas de complejo de Electra) me hizo entrega de un trozo de papel doblado mientras reía socarronamente. En esos momentos hice caso omiso del papelajo y me lo metí en el bolsillo superior del pijama, siguiendo buceando en mitad del naufragio de mis miserias. Al rato llegó otra vez la setiradelcoche y me preguntó que pensaba hacer. Le contesté que fugarme esa misma noche. Me miró con cara extrañada y se fue otra vez al lado de Verónica, un bollicao de dieciséis años que era el centro de atención por lo buena que estaba de todos los insanos menos de un servidor, ya que, en apariencias, siempre he ido de duro con las mujeres. Al rato, pensando en la pregunta de la regordetilla rubia reparé en el trozo de papel, lo saqué de su cautiverio, lo desdoblé y lo leí. En letra harto infantil decía que estaba muy bueno y que me amaba en secreto. Bueno, pensé, la chiquilla esta me quiere reemplazar por su padre. En ese momento llegó una de las enfermeras con los canutillos propaga enfisemas y empezó a repartirlos conforme iba llamando a los impacientes durmientes, que llevaban cincuenta y cinco minutos sin fumar y tenían un mono de la ostia. He de matizar que para un cerebro hartico comprimidos de la bella pegaso son pocos los vicios que tengan, y tanto como mi compañero de habitación se la cascaba más que un mono (igual que todos, decía él), las mujeres se meterían el dildo, pues menesteres de hacer ganchillo no había, Dios librara a aquellos lunáticos y sus tremendas acciones con una aguja…
Pues en frenopaticolandia, estaba permitido fumar, pajearse, ducharse, cagar, leer e incluso morirte (cosa de unos pocos que ya se sabe, para matar el rato se lían y acaban con el puño metido en la boca muriéndose después de haberse provocado el atragantamiento). En fin, después de fumase el pitillo y volverse a inundar la sala de conciertos (con lo agustico que estaba yo solico), llegó Verónica y me preguntó que pensaba. Le contesté que era obvio que no, y para suavizar un poco la cosa, dije que era demasiado mayor para Claudia. Cuál fue mi sorpresa cuando me dijo que la letra era de ella y sus sentimientos eran los que me había descrito, pues entre aquellos errantes de lo pensante yo era el único que sobresalía y no poco con maestría. Joder, se me cayeron los huevos. Mi mente atiborrada de sepa usted qué solo fue capaz de asimilar un ya me lo pensaré que me estuvo atormentando hasta bien entrada la mañana del día siguiente.
Como ustedes comprenderán, uno no es de piedra y siempre se ha considerado una mierda, gordo, feo y sin futuro, así que aun a sabiendas de poder cometer ilicitación por pensar en follarme de mil maneras aquel cuerpo tan abundante, no me lo pensé dos veces y sin decir adelante iniciamos una aventura que duró toda mi condena.
Que me quiten lo bailado pues no he probado labios como los de aquella tierna chiquilla a la que doblaba la edad. Me podrán acusar de pederasta e incluso de herejía si hubiera ido más allá de lo que me dictaba la conciencia, pero ya tiene cojones vigilados por cámaras, matasanos, enfermeras y gusanos beneficiarnos como hicimos los dos pues aquellos fue cosa par que no impar. Al irme de aquel lugar me dio una carta que simula ser comodín en baraja española. Me dijo que me la guardara y no la mirara hasta estar libre. Cuando pisé hierba en calle ajena, saqué la carta, la miré y con letra infantil llevaba escritas las palabras Te Quiero.
Antonio Jiménez
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