jueves, 8 de julio de 2010

Pimientos



Las últimas sacudidas han sido más livianas. Parece ser que por ahora nos van a dejar respirar un poco. Bueno, eso de respirar es una metáfora, porque lo único que se puede aspirar es muerte y destrucción. Hace más de dos años que empezó la guerra y esto no tiene visos de finalizar. Lo único que si tiene fin son las vidas sesgadas por la sinrazón y los odios. Llevo tres días sin apenas probar bocado ni dormir. Estoy desfallecida. Al menos las sirenas han dejado de sonar. Recuerdo que en el verano de 1935, antes de empezar esta lucha fratricida, yo era una muchacha díscola y enamorada de la vida. Ahora doy gracias por ser una simpatizante de la supervivencia. El verano de 1935, que recuerdos me llegan al rememorar esa fecha. El fresco rio que pasa por nuestro pueblo, el agradable olor a amapolas que desprendía el campo, Juan... Juan... Que habrá sido de mi querido Juan, siempre sonriente y dispuesto a echar una mano a todo aquel que la solicitara. Pero Don Pedro, el cura del pueblo siempre lo miró con malos ojos por sus agnósticas ideas. Es por ello que tuvo que alistarse en el bando republicano, el bando que está perdiendo la guerra, el bando que está inútilmente intentando resistir para que los caciques no sigan reventando la pobreza que nutre la tierra. Pero todo se derrumba. Se coarta la libertad al triste reducto del camposanto. Eso es lo que nos espera. No hay esperanza. Nadie viene a socorrernos. Tan sólo unos pocos valientes que han llegado bajo el nombre de brigadas internacionales. A los demás países les debemos importar tres pimientos. Dios, quien pillara ahora esos pimientos.

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