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En el parvulario de mi hijo había una niña cuyos padres estaban tramitando el divorcio. Yo apreciaba particularmente al padre, un pintor poco reconocido que se ganaba la vida copiando proyectos arquitectónicos. Creo que sus cuadros eran muy hermosos, pero siempre le faltó la suerte necesaria para convencer a los marchantes de que apoyaran su obra. La única vez que expuso, la galería quebró al poco tiempo.
B. no era un intimo amigo, pero lo pasábamos bien juntos, y, siempre que lo veía, yo volvía a casa con renovada admiración por su tenacidad y su calma interior. No era un hombre que se quejara, que sintiera lástima de sí mismo. Por muy negras que le hubieran ido las cosas en los últimos años (infinitos problemas de dinero, falta de éxito artístico, amenazas de desahucio de su casero, dificultades con su antigua mujer), nada parecía desviarlo de su camino. Continuaba pintando con la misma pasión de siempre, y, al revés que muchos, nunca mostró ninguna amargura, ninguna envidia hacia artistas de menor talento a los que les iba mucho mejor que a él.
A veces, cuando no trabajaba en sus propios cuadros, hacía copias de los maestros antiguos en el Metropolitan Museum. Me acuerdo de un Caravaggio que copió un día y que me pareció extraordinario. No era una copia, sino más bien una réplica, un duplicado exacto del original. En una de aquellas visitas al museo, un millonario tejano vio trabajar a B. y quedó tan impresionado que le encargó la copia de un Renoir para regalársela a su novia.
B. era sumamente alto (casi dos metros), guapo y amable, cualidades que lo hacían especialmente atractivo para las mujeres. Cuando superó el divorcio y volvió a la circulación, no tuvo problemas para encontrar compañeras. Yo sólo lo veía dos o tres veces al año, pero cada vez había una mujer distinta en su vida. Todas estaban evidentemente locas por él. Sólo tenías que ver cómo miraban a B. para adivinar lo que sentían, pero, por una u otra razón, ninguna de sus relaciones duraba demasiado.
Dos o tres años después, el casero de B. consiguió su propósito y lo echó del estudio. B. abandonó la ciudad, y dejamos de vernos.
Pasaron varios años y entonces, una noche, B. volvió a la ciudad para asistir a una cena. Mi mujer y yo también estábamos invitados y, cuando supimos que B. estaba a punto de casarse, le pedimos que nos contara la historia de cómo había conocido a su futura mujer.
Unos seis meses antes, nos contó, había hablado por teléfono con un amigo. El amigo estaba preocupado por B., y pronto empezó a reprocharle que no hubiera vuelto a casarse. Ya hace siete años que te divorciaste, le dijo; ya hubieras podido sentar la cabeza con una docena de mujeres atractivas e interesantes. Pero ninguna te parece lo bastante buena y siempre las dejas. ¿Qué te pasa? ¿Qué demonios quieres?
No me pasa nada, dijo B. Simplemente no he encontrado la persona adecuada, eso es todo. Al ritmo que vas, nunca la encontrarás, le respondió su amigo. ¿Has encontrado alguna vez una mujer que se aproxime a lo que buscas? Dime una, sólo una. ¿A que no eres capaz de nombrar una sola mujer?
Sorprendido ante la vehemencia de su amigo, B. reflexionó sobre el asunto detenidamente. Sí, dijo por fin. Había una. Una mujer que se llamaba E., a la que había conocido en Harvard cuando era estudiante, hacía más de veinte años. Pero entonces E. salía con otro, y B. salía con otra (su futura ex mujer), y no había habido nada entre ellos. No tenía ni idea de dónde estaba E. ahora, dijo, pero si encontrara a alguien como ella, no dudaría en casarse de nuevo.
Ése fue el final de la conversación. Antes de hablarle de E; a su amigo, B. no se había acordado de aquella mujer durante más de diez años, pero, ahora que le había vuelto al pensamiento, no se la podía quitar de la cabeza. En los tres o cuatro días siguientes, pensó en ella sin parar, incapaz de librarse de la sensación de que hacía varios años había perdido una oportunidad única de ser feliz. Entonces, como si la intensidad de estos pensamientos hubiera enviado una señal a través del mundo, el teléfono sonó una noche y allí estaba E., al otro lado de la línea.
B. la tuvo al teléfono más de tres horas. Ni se enteraba de lo que le decía, pero habló y habló hasta pasada la medianoche, con la conciencia de que algo extraordinario había sucedido y no podía dejarlo escapar otra vez.
Al terminar sus estudios universitarios, E. ingresó en una compañía de baile y durante los últimos veinte años se había dedicado exclusivamente a su carrera. Nunca se había casado, y, ahora que estaba a punto de retirarse de los escenarios, llamaba a viejos amigos del pasado, intentando volver a tomar contacto con el mundo. No tenía familia (sus padres se habían matado en un accidente de coche cuando era niña) y se había criado con dos tías que ya habían muerto.
B. quedó en verla la noche siguiente. Cuando se encontraron, no tardó mucho en descubrir que sus sentimientos hacia E. eran tan fuertes como había imaginado. Volvía a estar enamorado de ella, y varias semanas después decidieron casarse.
Para que la historia sea aún más perfecta, resultó que E. tenía bienes. Sus tías habían sido ricas, y a su muerte ella había heredado todo su dinero, lo que significaba que B. no sólo había hallado el verdadero amor, sino que los incesantes problemas de dinero que lo habían agobiado durante años habían desaparecido de repente. Todo de golpe.
Un año o dos después de la boda, tuvieron un hijo. Según mis últimas noticias, el padre, la madre y el niño están bien.
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