sábado, 4 de diciembre de 2010

Paul Auster - El Cuaderno Rojo (y 7)


7

Hace doce años, la hermana de mi mujer se fue a vivir a Taiwan. Su inten­ción era estudiar chino (que ahora habla con fluidez pasmosa) y mantenerse dan­do clases de inglés a los nativos de Tai­pei de habla china. Fue aproximadamen­te un año antes de que yo conociera a mi mujer, que entonces hacía los cur­sos de doctorado en la Universidad de Columbia.

Un día, mi futura cuñada estaba ha­blando con una amiga norteamericana, una joven que también había ido a Taipei a estudiar chino. La conversación tocó el tema de sus familias en Estados Unidos, lo que dio pie al siguiente diálogo:
-Tengo una hermana que vive en Nueva York -dijo mi futura cuñada.
-También yo -contestó su amiga.
-Mi hermana vive en el Upper West Side.
-La mía también.
-Mi hermana vive en la calle 109 Oeste.
-Aunque no te lo creas, la mía también.
-Mi hermana vive en el número 309 de la calle 109 Oeste.
-¡La mía también!
-Mi hermana vive en el segundo piso del número 309 de la calle 109 Oeste.
Su amiga suspiró y dijo:
-Sé que parece un disparate, pero la mía también.

Es prácticamente imposible que haya dos ciudades tan lejanas como Taipei y Nueva York. Están en las antípodas, sepa­radas por una distancia de más de quince mil kilómetros, y cuando es de día en una es de noche en la otra. Mientras las dos jó­venes se maravillaban en Taipei de la sor­prendente conexión que acababan de descubrir, cayeron en la cuenta de que sus dos hermanas probablemente dormían en aquel instante. En el mismo piso del mismo edificio del norte de Manhattan, cada una dormía en su apartamento, ajena a la conversación que, acerca de ellas, tenía lugar en el otro extremo del mundo.

Aunque eran vecinas, resulta que las dos hermanas de Nueva York no se conocían. Cuando por fin se conocieron (dos años después), ninguna de las dos seguía viviendo en el mismo edificio.

Siri y yo ya estábamos casados. Una tarde, camino de una cita, nos paramos a echar un vistazo en una librería de Broad­way. Seguramente curioseábamos en dife­rentes secciones, y, porque Siri quería en­señarme algo o porque yo quería ense­ñarle algo a ella (no me acuerdo), uno de los dos llamó al otro en voz alta. Un segundo después, una mujer se nos acer­có corriendo. “Ustedes son Paul Auster y Siri Hustvedt, ¿verdad?”, dijo. “Sí, exacta­mente”, contestamos. “¿Cómo lo sabe?” La mujer nos explicó entonces que su hermana y la hermana de Siri habían estu­diado juntas en Taiwan.

El círculo se había cerrado por fin. Desde aquella tarde en la librería, hace diez años, esa mujer ha sido una de nues­tras mejores y más fieles amigas.

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