viernes, 10 de diciembre de 2010

Paul Auster - El Cuaderno Rojo (y final)



13

Un número equivocado inspiro mi pri­mera novela. Una tarde estaba solo en mi apartamento de Brooklyn, intentando tra­bajar en mi escritorio, cuando sonó el telé­fono. Si no me engaño, era la primavera de 1980, no muchos días después de que encontrara la moneda de diez centavos frente al Shea Stadium.

Descolgué, y al otro lado de la línea un hombre me preguntó si hablaba con la Agencia de Detectives Pinkerton. Le dije que no, que se había equivocado de nú­mero, y colgué. Luego volví a mi trabajo y me olvidé de la llamada.

El teléfono volvió a sonar la tarde si­guiente. Resultó que era el mismo indivi­duo y me hacía la misma pregunta que el día anterior: “¿Agencia Pinkerton?” Volví a decirle que no, volví a colgar. Pero esta vez me quedé pensando qué hubiera suce­dido si le hubiera respondido que sí. ¿Y si me hubiera hecho pasar por un detective de la Agencia Pinkerton?, me preguntaba. ¿Qué habría sucedido si me hubiera encar­gado del caso?

A decir verdad, sentí que había desper­diciado una oportunidad única. Si ese individuo volviera a llamar, me dije, por lo menos hablaría un poco con él e intenta­ría averiguar qué quería. Esperé a que el teléfono sonara otra vez, pero la tercera llamada nunca se produjo.

Después de aquello, empecé a darle vueltas a la cabeza, y poco a poco se me abrió un mundo lleno de posibilidades. Cuando me senté a escribir La ciudad de cristal un año después, el número equivo­cado se había transformado en el suceso crucial del libro, el error que pone en marcha toda la historia. Un hombre lla­mado Quinn recibe una llamada telefónica de alguien que quiere hablar con Paul Auster, detective privado. Tal y como yo hice, Quinn responde que se han equivocado de número. A la noche siguiente, pasa exacta­mente lo mismo: Quinn cuelga otra vez. Pero, al contrario que yo, Quinn tiene otra oportunidad. Cuando el teléfono suena la tercera noche, Quinn le sigue el juego al que llama, y se hace cargo de la investiga­ción. Sí, dice, yo soy Paul Auster: entonces comienza la locura.

Quería, sobre todo, permanecer fiel a mi primer impulso. Si no me ceñía estrictamente a la verdad de los hechos, escribir ese libro carecía de sentido. Así que debía implicarme en el desarrollo de la historia (o implicar a alguien que se me pareciera, que se llamara como yo), y escribir sobre detectives que no eran detectives, sobre suplantación de personalidad, sobre miste­rios irresolubles. Para bien o para mal, sentí que no tenía elección.

Muy bien. Terminé el libro hace diez años, y desde entonces me he dedicado a otros proyectos, otras ideas, otros libros. Pero, hace menos de dos meses, descubrí que los libros no se terminan nunca, que es posible que las historias continúen es­cribiéndose a sí mismas sin autor.

Estaba solo en mi apartamento de Brooklyn aquella tarde, intentando traba­jar ante mi escritorio, cuando el teléfono sonó. Era un apartamento distinto del que tenía en 1980: otro apartamento con otro número de teléfono. Descolgué el auricu­lar y, al otro lado de la línea, un hombre me preguntó si podía hablar con el señor Quinn. Tenía acento español y no reco­nocí su voz. Por un momento pensé que era un amigo que quería tomarme el pelo. “¿El señor Quinn?”, dije. “¿Es una broma o qué?”

No, no era una broma. Aquel hombre llamaba completamente en serio. Quería hablar con el señor Quinn, y me rogaba que le pasara el teléfono. Le pedí, para es­tar seguro, que me deletreara el nombre. Tenía un acento muy fuerte, y yo esperaba que quisiera hablar con el señor Queen. Pero no tuve tanta suerte: “Q-U-I-N-N”, respondió el hombre. Me asusté y, durante unos segundos, no pude articular palabra. “Lo siento”, dije por fin, “aquí no vive nin­gún señor Quinn. Se ha equivocado de nú­mero.” El hombre se disculpó por ha­berme molestado y colgamos.

Esto ha sucedido de verdad. Como todo lo que he escrito en este cuaderno rojo, es una historia verdadera.

Paul Auster 1992

No hay comentarios:

Publicar un comentario