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Cuando pienso en la amistad, sobre todo en cómo algunas amistades duran y otras no, me acuerdo de que, desde que tengo carnet de conducir, sólo se me han pinchado las ruedas del coche cuatro veces, y las cuatro veces me acompañaba la misma persona (en tres países distintos, y en un período de ocho o nueve años). J. era un amigo del colegio y, aunque siempre hubo una sombra de incomodidad e incompatibilidad en nuestras relaciones, durante cierto tiempo fuimos íntimos amigos. Una primavera, antes de terminar la carrera, cogimos la vieja furgoneta de mi padre y nos fuimos a los parajes desiertos de Quebec. Las estaciones se suceden con mayor lentitud en esa zona del mundo, y todavía duraba el invierno. El primer neumático pinchado no supuso ningún problema (llevábamos rueda de repuesto), pero cuando, menos de una hora después, reventó el segundo, nos quedamos desamparados en aquel territorio glacial y desolador prácticamente todo el día. Entonces no le di ninguna importancia al incidente, sólo un caso de mala suerte, pero, cuatro o cinco años después, cuando J. fue a Francia para visitar la casa en la que L. y yo trabajábamos como guardas (apático y deprimido, en un estado deplorable de autocompasión, incapaz de darse cuenta de que abusaba de nuestra hospitalidad), ocurrió exactamente lo mismo. Habíamos ido a pasar el día a Aix-en-Provence (a unas dos horas de camino) y volvíamos de noche por una oscura carretera comarcal, cuando sufrimos otro pinchazo. Pensé que era una simple coincidencia, y me olvidé del asunto. Pero entonces, cuatro años después, en los meses finales de mi matrimonio con L., J. volvió a visitarnos, esta vez en el estado de Nueva York, donde L. y yo vivíamos con Daniel, casi recién nacido. En un momento determinado, J. y yo cogimos el coche para ir a comprar la cena. Saqué el coche del garaje, di la vuelta en el camino de tierra lleno de baches, y avancé hasta la carretera para mirar a la izquierda, a la derecha y a la izquierda antes de seguir adelante. Y entonces, cuando esperaba que pasara un coche, oí el silbido inconfundible del aire al escaparse. Otro neumático se había pinchado, y esta vez ni siquiera nos habíamos alejado de casa. J. y yo nos echamos a reír, desde luego, pero la verdad es que nuestra amistad nunca se recuperó de aquel cuarto neumático pinchado. No digo que las ruedas pinchadas tuvieran la culpa de nuestro distanciamiento, pero, malignamente, son el emblema de cómo han sido siempre nuestras relaciones, el signo de alguna sutil maldición. No quiero exagerar, pero, aún hoy, no consigo convencerme de que esos neumáticos pinchados no signifiquen algo. El caso es que J. y yo dejamos de vernos, y no hemos vuelto a hablar desde hace diez años.
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