Una peculiaridad de todos los sexólogos que conocemos es que son gente a la que no te imaginas practicando el sexo.
Quizá nos pase con todos los especialistas médicos. Dudamos que un oftalmólogo se deje graduar la vista por otro —discusión entre oculistas: «¿Yo, miope? ¡Que te digo que es la E, cojones! ¡Si dibujé yo el cartel ese!»—; juraríamos que los dentistas se harían una endodoncia ante el espejo antes que ponerse en manos de un colega; y no hablemos de los cirujanos: hay jefes de quirófano que han huido arrojándose a una catarata, en plan El fugitivo, antes que dejarse operar de apendicitis por su propio equipo. Pero en el caso de los sexólogos es aún más difícil evitar figurarse este contraste entre lo que predican y lo que practican.
Y aún más en los sexólogos mediáticos. Por eso Carmen Vijande, consciente de que su presencia en la mesa de Crónicas marcianas podría perjudicar su reputación médica, se retiró a tiempo y regresó a su consulta del madrileño barrio de Salamanca. Donde aún ejerce, lejos de focos e histrionismo, en un despacho tan solemne, rancio, frío e inquietante como todas las consultas privadas que conocemos.
Puede que la secretaria no nos entendiera cuando llamamos por teléfono, y por eso nos ha dado audiencia con la doctora en horas de visita. El caso es que tenemos que esperar en una salita con miniaturas enmarcadas del Jardín perfumado y Lecturas con la coronación del rey en portada. La de Alfonso XIII. Y minutos más tarde nos hacen pasar a un gabinete donde Carmen Vijande copreside una mesa de caoba junto a un falo de mármol del tamaño de un extintor de incendios, anatómicamente preciso y de indudable utilidad clínica, pero no por ello menos perturbador.
—Por favor, siéntense —nos invita Carmen, cerrando su agenda y plegando las varillas de sus gafas—. ¿Cuál es el problema?
Cuando los tres —productor, fotógrafa y redactor— nos apresuramos a decirle que no lo hay, ella asiente, benévola, y nos dice:
—El primer paso en toda terapia es siempre identificar y aceptar el problema. Sólo esto nos llevaría varias sesiones, pero como les he colado en mi horario a última hora y sólo tengo diez minutos, atajaré y les contaré lo que veo, así, a bote pronto. Los tres desean que su relación funcione, aunque son conscientes de no estar lo bastante preparados para una acrobacia amorosa tan difícil como es el trío. Uno de los dos hombres se siente particularmente inseguro porque cree que su miembro es demasiado corto. En realidad, sólo es normal tirando a corto. (Aquí, productor y redactor nos consultamos tácitamente desde nuestros asientos.) Usted, la mujer, percibe subconscientemente esa inseguridad y la rehúye, favoreciendo más al otro, que irónicamente tiene miedo a tomar la iniciativa y prefiere adoptar un papel pasivo. Eso la lleva a desear someter a su compañero para satisfacerle, e íntimamente desea tener pene.
Llegados a este punto, logramos recobrar la voz y explicarle a Carmen que no somos trío, y que no venimos a hablar de nosotros, sino de ella, de la sexóloga del Crónicas.
—¿A mí? Ay, me va estupendamente, chicos. Dejé la tele a tiempo de hacer unos cuantos trabajos de campo, estudiar las técnicas jainistas para la prolongación del coito... Viajar es lo interesante de la profesión. A mí, en realidad, estas cuatro paredes me estresan. («Pues mire que a nosotros», añadiríamos, pero nos contenemos.) Compréndanlo, una ya no es joven; no iba a desperdiciar estos años detrás de una mesa, sea esta o la de Javier Sardà.
Lo bueno de mi carrera —continúa—, es que hace verdadero el dicho de que el sexo, con la edad, escasea, pero mejora. No hablo nunca de mí (aunque me halaga que me entrevistéis), porque a la gente le cuesta imaginarse a los sexólogos en plena faena, pero yo, gracias a mi humilde formación y mis viajes, soy el mejor ejemplo. Entre 2006 y 2007, sólo tuve un orgasmo en Bikanir, India. Pero me duró de agosto a marzo. Cuando salí del trance, estaba sobre un pedestal y la gente depositaba flores a mis pies. Una pasada. Pierdes meses de vida, pero rejuveneces años al mismo tiempo.
Cuando nos tomamos un café al salir de la consulta, pasamos todo el rato mirando cada uno su sobre de azúcar.
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