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Una tarde de hace muchos años a mi padre se le caló el coche en un semáforo en rojo. Se había desencadenado una terrible tormenta y, en el preciso momento en que el motor fallaba, un rayo alcanzó un gran árbol de la calle. El tronco del árbol se partió en dos y, cuando mi padre se esforzaba en volver a arrancar el motor (sin darse cuenta de que la mitad superior del árbol estaba a punto de desprenderse), el conductor del coche que lo seguía, viendo lo que iba a suceder, pisó el acelerador y empujó el coche de mi padre más allá del cruce. Un instante después, el árbol se estrellaba contra el suelo, en el sitio exacto que había ocupado el coche de mi padre. Lo que estuvo a punto de convertirse en su final, milagrosamente no pasó de ser una anécdota en la historia inacabada de su vida.
Un año o dos más tarde, mi padre estaba trabajando en el tejado de un edificio en Nueva Jersey. No sé cómo (yo no estaba presente), resbaló del alero y se precipitó al vacío. Otra vez iba de cabeza al desastre, y otra vez se salvó. Un tendedero frenó su caída, y escapó del accidente con apenas unos chichones y algunas magulladuras. Ni siquiera una conmoción. Ni siquiera un hueso roto.
Ese mismo año nuestros vecinos de enfrente encargaron a dos hombres que pintaran su casa. Uno de los trabajadores se cayó del tejado y se mató.
Resulta que la niña que vivía en aquella casa era la mejor amiga de mi hermana. Una noche de invierno, fueron juntas a una fiesta de disfraces (tenían seis o siete años, y yo tenía nueve o diez). Mi padre había quedado en recogerlas después de la fiesta, y, a la hora convenida, yo lo acompañé en el coche. Aquella noche hacía un frío que pelaba, y las calles estaban cubiertas por traicioneras capas de hielo. Mi padre condujo con prudencia, e hicimos sin problemas el trayecto de ida y vuelta. Pero cuando nos detuvimos frente a la casa de la niña, de repente se desencadenó una serie de acontecimientos inverosímiles.
La amiga de mi hermana iba disfrazada de princesa de cuento de hadas. Para completar el disfraz, había cogido un par de zapatos de tacón de su madre, y, como le bailaban los pies en aquellos zapatos, cada paso que daba se convertía en una aventura. Mi padre paró el coche y se apeó para acompañarla hasta su puerta. Yo iba detrás con las chicas, y, para dejar salir a la amiga de mi hermana, me tuve que bajar primero. Me recuerdo de pie en la acera mientras ella conseguía salir, y, en el momento en que la niña sacaba el pie, noté que el coche se deslizaba lentamente marcha atrás, quizá por el hielo, quizá porque mi padre había olvidado echar el freno de mano (no lo sé); pero, antes de que pudiera avisar a mi padre de lo que pasaba, la amiga de mi hermana apoyó en la acera los tacones de su madre y se resbaló. Cayó bajo el coche -que seguía moviéndose-, estaba a punto de morir aplastada por las ruedas del Chevrolet de mi padre. Por lo que puedo recordar, no hizo el menor ruido. Sin pararme a pensar me agaché, le cogí con fuerza la mano derecha y de un tirón la subí a la acera. Un instante después, mi padre notó por fin que el coche se movía. Saltó al asiento del conductor, puso el freno y detuvo el coche. Desde el principio hasta el final, la cadena completa de desgracias no debió de durar más de ocho o diez segundos.
Durante años he tenido la sensación de que éste había sido el momento más hermoso de mi vida. Había salvado la vida de una persona, y, retrospectivamente, siempre me ha sorprendido la rapidez con que reaccioné, la seguridad de mis movimientos en aquella situación crítica. Volvía a imaginarme el salvamento una y otra vez; una y otra vez revivía la sensación de sacar a la niña de debajo del coche.
Un par de años después de aquella noche, nuestra familia se mudó de casa. Mi hermana perdió el contacto con su amiga, y yo no volví a verla hasta quince años más tarde.
Era junio, y mi hermana y yo habíamos vuelto a la ciudad a pasar unos días. Por casualidad su antigua amiga apareció y nos saludó. Había crecido mucho, ahora era una joven de veintidós años recién licenciada, y debo decir que sentí un cierto orgullo al ver que había llegado a adulta sana y salva. Sin darle importancia, hice alusión a la noche en que la había sacado de debajo del coche. Tenía curiosidad por saber cómo recordaba su encuentro con la muerte, pero por la expresión de su cara cuando le hice la pregunta era evidente que no recordaba nada. Una mirada vaga. Un leve fruncimiento de cejas. Un encogimiento de hombros. ¡No recordaba nada!
Entonces me di cuenta de que no se había enterado de que el coche se movía. Ni siquiera se había enterado de que estaba en peligro. Todo el incidente había durado lo que dura un relámpago: diez segundos de su vida, un intervalo sin consecuencias, que no había dejado en ella el menor rastro. Para mí, sin embargo, aquellos segundos habían sido una experiencia definitiva, un acontecimiento extraordinario de mi historia íntima. Lo que más me asombra es admitir que estoy hablando de algo que sucedió en 1956 o 1957, y que la niña de aquella noche tiene ahora más de cuarenta años.
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