miércoles, 8 de diciembre de 2010

Paul Auster - El Cuaderno Rojo (y 11)



11

Volví a París unos días en 1990. Una tarde pasé por el despacho de una amiga para saludarla, y me presentaron a una checa, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, una historiadora de arte amiga de mi amiga. Me acuerdo de que era una persona atractiva y alegre, pero, como estaba a punto de irse cuando lle­gué, apenas si coincidimos cinco o diez minutos. Como suele ocurrir en tales si­tuaciones, no hablamos de nada impor­tante: una ciudad norteamericana que los dos conocíamos, el tema de un libro que estaba leyendo, el tiempo que hacía. Luego nos dimos la mano, cruzó la puerta y nunca he vuelto a verla.

Cuando se fue, la amiga que había ido a visitar se retrepó en su asiento y me preguntó:
-¿Quieres oir una buena historia?
-Desde luego -le respondí-. Las bue­nas historias siempre me interesan.
-Quiero mucho a mi amiga -conti­nuó-, así que no te llames a engaño. No voy a contarte chismes. Pero creo que tie­nes derecho a saber esto.
-¿Estás segura?
-Sí, estoy segura. Aunque debes pro­meterme una cosa: si escribieras alguna vez esta historia, no citarías ningún nombre.
-Te lo prometo -le dije.

Y así mi amiga me contó el secreto. De principio a fin, no tardó más de tres minu­tos en contarme la historia que voy a con­tar ahora.

La mujer que yo acababa de conocer había nacido en Praga durante la guerra. Era muy pequeña cuando hicieron prisio­nero a su padre, lo enrolaron a la fuerza en el ejército alemán y lo mandaron al frente ruso. Su madre y ella no volvieron a saber de él. No recibieron ninguna carta, ni noticias de si estaba vivo o muerto, nada. La guerra se lo había tragado: desa­pareció sin dejar rastro.

Pasaron los años. La joven creció. Acabó sus estudios en la universidad y llegó a ser profesora de historia del arte. Según mi amiga, tuvo problemas con las autoridades a finales de los sesenta, du­rante la invasión soviética, pero no precisó qué tipo de problemas. No son difíciles de imaginar, por las historias que conozco so­bre lo que les sucedió a otros durante ese periodo.

Un día le permitieron volver a la ense­ñanza. En una de sus clases había, por un programa de intercambios, un estudiante de Alemania del Este. El estudiante y ella se enamoraron y acabaron casándose.

Poco tiempo después de la boda, llegó un telegrama que anunciaba la muerte del padre de su marido. Al día siguiente, su marido y ella viajaron a Alemania del Este para asistir al funeral. Una vez allí, no sé en qué ciudad, se enteró de que su difunto suegro había nacido en Checoslovaquia.

Durante la guerra los nazis lo hicieron pri­sionero, lo enrolaron a la fuerza en su ejér­cito y lo mandaron al frente ruso. Había conseguido sobrevivir milagrosamente. En lugar de regresar a Checoslovaquia des­pués de la guerra, se había quedado en Alemania bajo un nombre nuevo, se había casado con una alemana, y allí había vi­vido con su nueva familia hasta el día de su muerte. La guerra le había dado la oportunidad de volver a empezar, y parece que nunca se había arrepentido.

Cuando la amiga de mi amiga preguntó cuál había sido su nombre en Checoslova­quia, comprendió que era su padre.

Esto significaba, desde luego, que, en tanto que el padre de su marido era el mismo hombre, el hombre con el que se había casado era también su hermano.

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