lunes, 6 de diciembre de 2010

Paul Auster - El Cuaderno Rojo (y 9)



9

Uno de mis mejores amigos es un poeta francés que se llama C. Hace ya más de veinte años que nos conocemos, y, aunque no nos vemos muy a menudo (él vive en París y yo en Nueva York), seguimos man­teniendo una estrecha relación. Es una re­lación fraternal, como si en una vida ante­rior hubiéramos sido de verdad hermanos.

C. es un hombre muy contradictorio. Se abre al mundo y a la vez se aísla del mundo: es una figura carismática con mul­titud de amigos en todas partes (legendaria por su amabilidad, su humor y su conver­sación chispeante), y, sin embargo, ha sido herido por la vida, y le cuesta un auténtico esfuerzo enfrentarse a las tareas sencillas que la mayoría de la gente da por resuel­tas. Poeta excepcionalmente dotado y pen­sador de la poesía, C. sufre, sin embargo, frecuentes bloqueos en su trabajo de escri­tor, rachas patológicas de desconfianza en sí mismo, y, cosa sorprendente (para al­guien tan generoso, tan totalmente despro­visto de mezquindad), es capaz de rencores y rencillas interminables, generalmente por una tontería o por algún principio abs­tracto. Nadie es tan universalmente admi­rado como C., nadie posee más talento, na­die se erige con mayor facilidad en el centro de atención, y, sin embargo, siem­pre ha hecho todo lo que ha podido para estar al margen. Desde que se separó de su mujer hace muchos años, ha vivido solo en una serie de pequeños apartamentos de una habitación subsistiendo prácticamente sin dinero con empleos efímeros y esporá­dicos, publicando poco y rehusando escri­bir una sola palabra de crítica literaria, aunque lo lea todo y sepa más de poesía contemporánea que ninguna otra persona en Francia. Para los que lo queremos (y somos muchos), C. es a menudo motivo de inquietud. En la medida en que lo respeta­mos y deseamos su bien, también nos preocupamos por él.

Tuvo una infancia difícil. No puedo de­cir hasta qué punto eso lo explica todo, pero no deberíamos pasar por alto los he­chos. Parece que su padre se fue con otra mujer cuando C. era pequeño, y mi amigo se crió con su madre, hijo único sin una vida familiar digna de este nombre. Nunca he conocido a la madre de C., pero, según todos los indicios, tiene un carácter ex­traño. Durante la infancia y la adolescen­cia de C., fue de amor en amor, cada vez con un hombre más joven. En la época en que C. abandonó su casa para ingresar en el ejército a la edad de veintiún años, el novio de su madre apenas era mayor que él. En los últimos años, el objetivo princi­pal de su vida ha sido una campaña a favor de la canonización de un sacerdote ita­liano (cuyo nombre se me escapa ahora). Asedió a las autoridades católicas con un sinfín de cartas en defensa de la santidad de ese individuo, e incluso llegó a encar­gar a un artista una estatua a tamaño natu­ral del cura: todavía se alza en su jardín como perdurable testimonio de su causa.

Aunque no tiene hijos, hace siete u ocho años que C. se ha convertido en una especie de pseudopadre. Después de una pelea con su amiga (durante la que temporalmente se separaron), ésta mantuvo una breve relación con otro hombre y se que­dó embarazada. La relación terminó ense­guida, pero ella decidió tener el hijo. Nació una niña, y, aunque C. no es su verdadero padre, se ha dedicado a ella desde el día de su nacimiento y la adora como si fuera de su propia sangre.

Hace aproximadamente cuatro años, C. fue un día a ver a un amigo. En el apartamento había un Minitel, un pequeño orde­nador que distribuye gratis la compañía te­lefónica francesa. Entre otras cosas, el Minitel contiene la dirección y el número de teléfono de todos los abonados de Fran­cia. Cuando C. jugaba con el nuevo apa­rato de su amigo, se le ocurrió de repente buscar la dirección de su padre. La encon­tró en Lyon. Cuando aquel día volvió a casa, metió uno de sus libros en un sobre y lo envió a la dirección de Lyon: era el pri­mer contacto que entablaba con su padre en más de cuarenta años. No le encon­traba sentido a lo que estaba haciendo. Ja­más se le había ocurrido que quisiera ha­cer una cosa así, antes de ver que estaba haciéndola.

Esa misma noche, coincidió en un café con una amiga -una psicoanalista- y le contó esos actos extraños e impreme­ditados. Le dijo que era como si hubiera sentido la llamada de su padre, como si una fuerza misteriosa se hubiera desen­cadenado en su interior. Teniendo en cuenta que no se acordaba en absoluto de aquel hombre, ni siquiera podía conjetu­rar cuándo se habían visto por última vez.

La psicoanalista reflexionó un instante y preguntó: “¿Qué edad tiene L.?” Se refería a la hija de la novia de C.

-Tres años y medio -contestó C.
-No estoy segura -dijo la mujer-, pero apostaría cualquier cosa a que tenias tres años y medio la última vez que viste a tu padre. Te lo digo porque quieres mu­cho a L. Es muy intensa tu identificación con L., y estás reviviendo tu vida a través de L.

Varios días después, llegó de Lyon una respuesta: una carta cariñosa y verdadera­mente amable del padre de C. Después de darle las gracias a C. por el libro, hablaba de lo orgulloso que estaba de saber que su hijo era escritor. Por pura coincidencia, añadía, había echado al correo el paquete el día de su cumpleaños, y el simbolismo de ese gesto lo había emocionado mucho.

Nada cuadraba con las historias que C. había oído en su infancia. Según su madre, su padre era un monstruo de egoísmo que la había abandonado por una cualquiera y nunca se había preocupado por su hijo. C. había creído tales historias, y había evi­tado cualquier contacto con su padre. Ahora, a la vista de la carta, ya no sabía qué creer.

Decidió contestar la carta. El tono de su respuesta era precavido, pero al menos era una respuesta. Días después recibía de nuevo respuesta: la segunda carta era tan cariñosa y amable como la primera. C. y su padre empezaron a escribirse. Se escribieron durante un par de meses, y un día C. pensó en la posibilidad de viajar a Lyon para encontrarse con su padre cara a cara.

Antes de que pudiera hacer planes defi­nitivos, recibió una carta de la mujer de su padre que le informaba de que éste había muerto. Le decía que durante los últimos años la salud de su padre había sido mala, pero que el reciente intercambio de cartas con C. lo había hecho muy feliz, y sus últi­mos días habían rebosado alegría y opti­mismo.

Me enteré entonces de los cambios in­creíbles que habían tenido lugar en la vida de C. En el tren de París a Lyon (iba a visitar a su madrastra por primera vez), me escribió una carta que resumía a grandes rasgos la historia de los últimos meses. Su letra re­flejaba cada sacudida de los raíles, como si la velocidad del tren fuera la imagen exacta de las ideas que le bullían en la cabeza. Como me decía en la carta: “Tengo la sen­sación de haberme convertido en un perso­naje de alguna de tus novelas.”

La mujer de su padre no pudo ser más cordial con él durante su visita. C. averiguó, entre otras cosas, que su padre había sufrido un ataque al corazón la mañana de su último cumpleaños (el mismo día que C. había buscado su dirección en el Minitel), y que, sí, C. tenía exactamente tres años y medio cuando sus padres se divor­ciaron. Su madrastra le contó entonces la historia de su vida según el punto de vista de su padre, que contradecía todo lo que su madre le había contado. En esta ver­sión, era su madre la que había abando­nado a su padre; era su madre la que había prohibido que su padre lo viera; era su ma­dre la que había matado a disgustos a su padre. Su madrastra le contó a C. que, cuando era niño, su padre iba al colegio para verlo a través de la verja. C. recordaba a aquel hombre, que, sin saber quién era, le había dado miedo.

Entonces la vida de C. se convirtió en dos vidas: existían una Versión A y una Versión B, y las dos eran su historia. Había vivido las dos en igual medida, dos verda­des que se anulaban mutuamente, y desde el principio, sin saberlo, había estado atra­pado entre las dos.

Su padre había tenido una pequeña pa­pelería (el típico surtido de papel y mate­rial de escritorio, juntó a un servicio de al­quiler de libros baratos). El negocio le había dado poco más que para vivir, así que dejó una herencia muy modesta. Las cantidades no tienen importancia. Lo sig­nificativo es que la madrastra de C. (ya una anciana) insistió en que se repartieran a medias el dinero. Nada en el testamento la obligaba a hacerlo y, moralmente ha­blando, no tenía ninguna necesidad de re­nunciar a un solo céntimo de los ahorros de su marido. Lo hizo porque lo deseaba, porque era más feliz compartiendo el di­nero que guardándoselo para ella.

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