domingo, 5 de diciembre de 2010

Paul Auster - El Cuaderno Rojo (y 8)



8

Hace tres veranos, encontré una carta en mi buzón. Venía en un gran sobre blanco y estaba dirigida a alguien cuyo nombre no conocía: Robert M. Morgan, de Seattle, Washington. En la oficina de Co­rreos habían estampado en el anverso del sobre varios sellos: Desconocido, A su pro­cedencia. Habían tachado a pluma el nom­bre del señor Morgan, y al lado alguien ha­bía escrito: No vive en esta dirección. Trazada con la misma tinta azul, una fle­cha señalaba la esquina superior izquierda del sobre, junto a las palabras Devolver al remitente. Suponiendo que la oficina de Correos había cometido un error, com­probé la esquina superior izquierda para ver quién era el remitente. Allí, para mi absoluta perplejidad, descubrí mi propio nombre y mi propia dirección. No sólo eso, sino que estos datos estaban impresos en una etiqueta de dirección personal (una de esas etiquetas que se pueden en­cargar en paquetes de doscientas y que se anuncian en las cajas de cerillas). La orto­grafía de mi nombre era correcta, la direc­ción era mi dirección, pero el hecho era (y lo sigue siendo) que nunca he tenido ni he encargado en mi vida un paquete de eti­quetas con mi dirección impresa.

Dentro del sobre había una carta meca­nografiada a un solo espacio que empe­zaba así: “Querido Robert, en respuesta a tu carta del 15 de julio de 1989 debo de­cirte que, como otros autores, a menudo recibo cartas sobre mi obra.” Luego, en un estilo rimbombante y pretencioso, plagado de citas de filósofos franceses y rebosante de vanidad y autosatisfacción, el autor de la carta elogiaba a “Robert” por las ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un curso universitario sobre no­vela contemporánea. Era una carta despreciable, la clase de carta que jamás se me hubiera ocurrido escribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada con mi nombre. La letra no se parecía a la mía, pero eso no me consolaba. Alguien estaba intentando hacerse pasar por mi, y, por lo que sé, lo sigue intentando.

Un amigo me sugirió que era un ejemplo de “arte por correo”. Sabiendo que la carta no podía llegarle a Robert Morgan (puesto que tal persona no existe), en rea­lidad el autor de la carta me estaba en­viando a mí sus comentarios. Pero esto hu­biera implicado una confianza injustifi­cada en el servicio de correos de Estados Unidos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de encargar en mi nombre eti­quetas de dirección y de ponerse a escribir una carta tan arrogante y altisonante pu­diera dejar algo al azar. ¿O sí? Quizá los perversos listillos de este mundo creen que todo saldrá siempre como ellos quieren.

Tengo pocas esperanzas de resolver al­gún día este pequeño misterio. El bromista ha borrado hábilmente sus huellas, y no ha vuelto a dar señales de vida. Lo que no acabo de entender de mi propia actitud es que nunca he tirado la carta, aunque sigue dándome escalofríos cada vez que la miro. Un hombre sensato la habría tirado a la ba­sura. En vez de eso, por razones que no comprendo, la conservo en mi mesa de trabajo desde hace tres años, y he dejado que se convirtiera en un objeto más, per­manente, entre mis plumas, cuadernos y gomas de borrar. Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá sea el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no de­jará nunca de escapárseme.

No hay comentarios:

Publicar un comentario