El otoño seguía su curso actuando como se supone que debe hacerlo; desnudando hasta el alma los árboles que se encontraban plantados en el hemisferio donde rozaba su melancólica estampa, pojando de más vestiduras a quienes lo amaban, detestaban y se la traían al viento, inundando comarcas antes de secano y secando tierras antes de regadío. Las circunstancias seguían su curso y yo me voy a detener en una en concreto, en una historia que puede desvirgar el sentido de los más cautos, pero verdadera, al fin y al cabo.
La semilla del rencor es mala consejera cuando el motivo que la retuerce viene marcado por las pautas del amor. Esta sencilla frase que se debería dar en clase de ética, o ciudadanía, o como quieran entallar a estas alturas de lo manido, es un pleno al discreto porte que se da en relaciones humanas. Prólogo aparte, vayamos al meollo de la historia en cuestión. Yo sólo soy un mero observador y a la vez informante de lo acaecido. Ni juzgo ni prejuzgo, apenas dispongo de razón para comprender la cuestión, pero dejemos que el relato fluya. Sean ustedes bienvenidos al horror de la vida.
El otoño seguía su curso. Las calles aparecían adornadas por las frágiles hojas marrones que habían decidido marcharse a mejor vida. Los barrenderos del ayuntamiento, con desganas y el rictus de saberse con un sueldo miserable ejerciendo una labor humillante, barrían las caducas hojas. El tráfico apestaba la atmósfera con sus emisiones de contrabando, el sol tímidamente bostezaba sus rayos en la bóveda y la gente seguía soñando con sus gordos millonarios mientras iba camino del trabajo. Ernesto era uno de ellos, una persona a la que por fin la vida parecía sonreírle de cara, por lo que, en vez de pensar en números cantados por voces infantiles, pensaba en Ángela, quien le había hecho olvidar bastantes aspectos de su traumático matrimonio.
Ernesto se casó con la chica que había ejercido el papel de novia oficial durante siete años. Se casaron enamorados, y para ella el matrimonio le suponía librarse del yugo de la madre, que la tenía muy controlada. Pero la pasión y los pocos cuidados y el descontrol y la mala cabeza de ambos los llevaron a tener un hijo a unas edades muy tempranas. Ambos eran de la misma quinta, y los dos iban a ser padres a los veintitrés años. Con la llegada del retoño llegó el paquete incorporado de la madre de ella, creyéndose necesaria para la buena cría del niño. Primera crisis. Luego pensaron que un hijo iba a ser poco y decidieron tener otro enseguida, para no crear un trauma al primogénito por celos o vayan a saber. En esas el padre de ella, muere de una cirrosis hepática creada por los años de abuso con el alcohol. La madre vio como buena la solución de irse a vivir con ellos después de enterrar al marido. Segunda crisis. Llegó el segundo de sus hijos y ella sufrió una depresión post parto que incluso llegó a intentar suicidarse. Tercera crisis. La empresa de Ernesto hizo negocios con unos constructores que sobre planos la convencieron para invertir un gran capital en la obra. Se fugaron con el dinero y nunca se dio con ellos. La empresa entró en crisis y tuvo que despedir a la mitad de la plantilla. Entre ellos estaba Ernesto. Cuarta crisis. Su mujer conoció por internet a un chico de Málaga que le prometía el oro y el moro. Le hacía creer que componía unas bellísimas poesías de amor, cuando en realidad las estaba copiando de Benedetti. Se enamoró de él y se fue a Málaga con una maleta. Ellos son de Madrid. La suegra se quedó en el piso. Quinta crisis. Cuando volvió decepcionada tras conocer a un merluzo integral, súper obeso, con la sensibilidad en el ano, Ernesto la perdonó pero ella se tiró dos años en la cama. Sexta crisis. Él encontró en todo este periodo de tiempo trabajo en una empresa de trabajo temporal que le mandaba de aquí a allá a cubrir trabajos de mierda por un sueldo impresentable. Al final logró cogerse a los huevos de un encargado y convencerlo para que le hicieran un contrato, aunque fuera temporal. Ernesto encontró trabajo en una empresa de reciclaje. Su trabajo consiste en estar ocho horas diarias frente a una cinta deslizante observando que todo el material que lleva sea vidrio. Su mujer encuentra ese trabajo denigrante. Séptima crisis.
Puedo estar dando motivos, cifras y encuentros con desencuentros hasta que se produjo lo irremediable, pero esto se trata de un relato corto y voy a abreviar. A la vigésimo quinta crisis, su mujer puso las maletas de Ernesto en la calle con la obvia intención de que él se diera por aludido cuando llegara que no era aquella ya su casa. Llegó triste del trabajo, observó las maletas, exhaló un suspiro, miró en la cartera de cuánto disponía en efectivo, las recogió del suelo y se fue de allí para sólo volver al portero automático de la calle cuando fuera en busca de sus hijos.
Y pasó el tiempo, inexorable, como dijo el escritor aquél, y las heridas se cerraron y la vida continuaba y nos encontramos en el presente, cuando Ernesto va a su trabajo pensando en Ángela.
La sirena resonó ululante por encima de sus cabezas, indicando el comienzo de la jornada laboral. Ernesto se puso sus guantes, enchufó la cinta transportadora y se concentró en su trabajo. A las tres horas aproximadamente, se le acercó el encargado diciéndole que tenía una llamada en la oficina. Que parara un momento la cinta. La paró, fue hacia la oficina, le pasó el teléfono un compañero de trabajo y dijo –Sí?…..
Su compañero dijo que nunca había visto en una cara el horror como en la de Ernesto. Solo pudo gritar NO, NO, MIS HIJOS, NO…. Y salió corriendo. La llamada procedía de la policía. Acababan de informarle que su ex posiblemente había asesinado a sus hijos. Y empezó la locura.
Es una noche sin luna, melancólica de otoño. Los hijos de Ernesto están viendo la televisión cuando su madre les llevó sendos vasos de batidos de chocolate, algo especial, sin duda. Los dos se lo bebieron casi de un tirón. El mayor tiene los seis años y su hermano, cinco. Pronto les entró un sueño casi instantáneo, con lo que la madre los encomia a irse a la cama. Se acuestan muy despacio, casi sin ganas, llevados por una letanía que les embargaba. Pronto entró el sueño en su infante mundo, tan de prisa, que ni les dio tiempo de apagar la luz. Al rato aparece la madre y los besa a cada uno en la frente. No parece darse cuenta que, de las bocas de cada uno de su hijo, sale una especie de espumilla blanca, como el presagio de un alma por perecer. Cumplida su función de buena madre, los mira antes de apagar la luz y disponerse a acostarse. Su madre está en el pueblo, visitando a una hermana.
El informe con la declaración reflejaba que disolvió en cada vaso de batido dos cajas completas de píldoras antidepresivas, que aun rondaban por el piso cuando tuvo la depresión postparto de su segundo hijo. ¿El motivo de matarlos? Ella juró que no lo sabía. Simplemente quería hacerle daño a Ernesto, y no veía otra manera. ¿Veredicto? Una temporada en una institución mental, drogada de por vida y seguramente olvidará el hecho gracias a los fármacos como te olvidas de haberte comido una caja entera de bombones aquél día que estabas tan triste. Pero hay una parte que no va a superar el dolor mientras viva. Hay una parte que siempre va a preguntarse por qué las leyes siguen defendiendo a las mujeres cuando está más que demostrado que son ellas las más frágiles, las más paranoicas, las más conspiradoras, las que guardan más rencor… Sólo hay que darse un paseo por la historia.
Pero he dicho que ni juzgo ni prejuzgo. La verdad es esta como podía haber sido de la otra manera. Al final despojamos de la vida a los más inocentes, a los que no tienen culpa, a los que no fueron llamados, a los que, en definitiva, fueron el fruto de algo amado.
Antonio Jiménez
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