viernes, 15 de octubre de 2010

Un Año y un Día

Lentos días han pasado haciendo un año,
lentas horas que hacen un día,
desde que tomé a mi dulce primer amor
y lo besé a la manera antigua;
las verdes hojas acariciaron mis mejillas,
querido Cristo, en este mes de mayo.

Reposo entre la erguida y húmeda hierba
que se arquea encima de mi cabeza,
cubriendo mi rostro perdido,
cobijándome en ese lecho
con ternura y amor,
como la hierba sobre los muertos.

Oscuros espectros de un mal desconocido
flotan sobre mi mente cansada;
las informes visiones de mi vida
pasan como un tren fantasmal;
algunas corren por mis mejillas,
penosas lágrimas que caen como rocío.

Una sombra descansa sobre la hierba
y se posa a mis pies;
un nuevo rostro aparece entre mis manos.
Querido Cristo, si pudiese llorar mi desdicha
para que el silencio caiga sobre las hojas de estío
mientras saludo a este nuevo rostro mío.

Sin embargo, no es sino la memoria
de algo que he visto
en un verano de ensueño,
entre los verdes tallos pequeños:
el rostro de aquel dulce amor,
que extraño y lejano parece.

El río siempre corre
entre mis sábanas de césped,
las voces de un millar de aves
que cantan sobre mi cabeza,
me traerán un triste sueño
cuando este sueño triste haya muerto.

El silencio cae sobre mi corazón
y agita todo su dolor.
Estiro mis brazos en el pasto largo
y vuelvo a dormir,
vacía de todo amor, de vida,
como una espiga vencida.
Elizabeth Eleanor Siddal

No hay comentarios:

Publicar un comentario