jueves, 24 de junio de 2010

El amor de mi vida



Andaba un hombre solitario paseando, algo encorvado, apoyado en un bastón, octogenario, de cuero envejecido y arrugado, manos venosas, dedos torcidos por la artrosis, pelo escaso y cano, cejas aún oscuras y una mirada penetrante a pesar de sus ojos cristalinos y vacuos, que estaban protegidos por sus párpados caídos y ajados, meditando sobre sus piernas huesudas, a la vera de su amada.

Mira amor, llevas muchos años acompañándome -le susurraba Pedro el anciano con mucho cariño a su eterna compañera- sin embargo espero que no me abandones, ya que la niebla de la muerte pronto me llevará lejos de este mundo inhóspito y vacío ya de contenido para mí.

Oye Pedro, no me humilles con tus quejas, recuerda cuando me abandonaste en tus años mozos en brazos de tiernas mujeres, llenas de olor y vida a las que no supiste apreciar, solo succionaste como niño de teta sus aromas, abandonándolas luego por aburrimiento y falta de amor.

Claro que te abandoné amada, una y mil veces para retozar en los brazos dulces de mujeres de carnes duras, ojos brillantes y aromas de flores. Cuánto amor les di en noches plenas de lujuria y pasión, sin embargo nunca quisieron amarme como soy, salvo tú, niña mía, ninguna quiso enamorarse de mí y permanecer fiel en entrega.

Pedro yo permanecí en lloros, siempre en espera me mantuve, para poder ser la dueña de tu cuerpo. Ansiando que sintieras la necesidad de pensar en mí, de encontrarme en ti, de buscarte y ser la dueña de tu alma y hasta que la senectud no te llegó no fuimos amantes.

Claro querida, fuiste tras de mí durante años. Pero ganaste a todas las bellas. Al fin fui tuyo cuando la belleza me abandonó, cuando la fuerza de mi virilidad se vino abajo, una a una las mujeres fueron dejándome. El pelo fue cayendo, las arrugas se fueron surcando y en todos mis días sólo a ti te encontré solícita para una tertulia, para un beso, para un abrazo.

Ay mi amor, Pedro querido, cuántos años esperé que confesaras un amor tan denodado, tan intenso y verdadero como es el tuyo por mi presencia en tu vida. Cuántas noches te observé en la penumbra muerta de celos, viendo tus labios besar mujeres bellas, tu cuerpo enloquecido en posesiones febriles de mujeres jóvenes que reclamaban tu fuego. Qué bueno es llegar a viejo para darse cuenta de que la única dama verdadera en la vida es la que siempre ha estado a tu lado.

¡Qué bello era pensar que tenía una celosa compañera que ansiaba mis abrazos, mis besos! ¡Qué dulce final tras una vida de desenfreno impúdico es tu compañía!

Y así era como Pedro sobrevivía, recordando sus aventuras juveniles. Cuando una preciosa mujer pasaba a su lado, lo que se entrevía bajo sus ropas, ese sexo ya sobado por otras manos, esos pechos hermosos dibujados por encima de una blusa exactos a los ya catados, se convertían en suyos por un instante. Cuando su compañera le sorprendía en esas infidelidades, lo abandonaba un rato hasta que él dejaba de soñar, temeroso de que ella no regresara y retomaba la conversación silenciosa siendo ella la reina de sus momentos de recuerdos, la eterna y bella compañera que no se trasmuta ni envejece, la maravillosa reflexiva amante: la soledad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario