domingo, 22 de mayo de 2011

George Orwell - Por que escribo


Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando
     fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro años
     traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con
     ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de
     ponerme a escribir libros.

     Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los
     dos cinco años y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y
     otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables
     hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la
     costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener
     conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se
     mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de
     ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que
     podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo
     privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida
     cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir,
     realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años
     adolescentes no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a
     la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo
     de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía "dientes
     como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un
     plagio de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la
     guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico
     local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de
     Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e
     inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas
     dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante
     fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante
     todos aquellos años.

     Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades
     literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con
     facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios
     escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían en lo
     que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda
     una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana
     aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en
     los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más
     lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en
     ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo
     esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir
     imaginando una "historia" continua de mí mismo, una especie de diario que
     sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños v
     adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por
     ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mi mismo como héroe de
     emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración" de ser
     groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo
     estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían
     por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la
     habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de
     muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta,
     estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia
     la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una
     hoja seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos
     veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía
     que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar
     haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de
     coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración"
     reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes
     edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad
     descriptiva.

     Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las
     palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos
     versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me
     producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya
     sabia a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo
     escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que
     más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final
     desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes,
     y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las
     palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela
     que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero
     que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.
     Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los
     motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus
     temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es
     cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero
     antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que
     nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en
     disciplinar su temperamento v evitar atascarse en una edad inmadura, o en
     algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras
     influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la
     necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para
     escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en
     cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las
     proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos
     motivos:

     1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser
     recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que le
     despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender
     que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten
     esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados,
     militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la
     humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta.
     Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual
     -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven
     principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero
     también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a
     vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta
     clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y
     egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.

     2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o,
     por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el
     impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el
     ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree
     valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en
     muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de
     texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no
     utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la
     anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel
     de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones
     estéticas.

     3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los
     hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.

     4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más
     amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar
     la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían
     esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz
     político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la
     política ya es en sí misma una actitud política.

     Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y
     cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza
     -tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a
     ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más
     que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros
     ornamentales o simplemente descriptivos v casi no habría tenido en cuenta
     mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una
     especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no
     me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé
     pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión
     natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la
     existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me
     había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas
     experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación
     política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc.
     Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver
     claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha
     sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del
     socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería,
     en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre
     esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente
     cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más
     consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades
     tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética
     e intelectual.

     Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los
     escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de
     partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no
     me digo: 'Voy a hacer un libro de arte." Escribo porque hay alguna mentira
     que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la
     atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría
     realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de
     revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi
     obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un
     político profesional consideraría irrelevante. No soy capaz, ni me
     apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi
     infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha
     importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y
     complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada
     me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en
     reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades
     públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.
     No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de
     un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase
     de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje
     a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está
     escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante
     objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto
     literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de
     citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de
     conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año
     o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que
     estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas
     páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo. "Ha convertido lo
     que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era
     verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra
     había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente
     acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.
     De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del
     lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en
     los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente v con más
     exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su
     estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue
     el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba
     haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito
     una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.
     Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta
     claridad qué clase de libro quiero escribir.

     Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que
     mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu
     público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los
     escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus
     motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y
     agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno               emprender  esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y  comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo
     instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin
     embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha
     constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como
     un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es
     el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo
     la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado
     un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida
     y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos
     artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general,
     tonterías.

George Orwell

1 comentario:

  1. Quiero que lea algo que escribí pero no quiero que me de una opinion, porque de seguro no va a saber apreciar lo que sentí cuando lo escribí, quiero que me diga la verdad del texto, gracias.
    si lo quiere leer dígame a donde se lo puedo enviar.






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