“Ulises dio la espalda al puerto y siguió un sendero escabroso que lo llevó a través del bosque y de las colinas hasta el lugar que Atenea le había comentado…”
Richard continuó leyendo por un rato. Estaba inquieto pero intentó interesarse en el viaje de Ulises a casa de su leal “porquero” –¡qué palabra, qué manera de ganarse la vida!– quien, por supuesto, no lo reconoce, nadie reconoce a nadie en estos viejos libros, pero de todas maneras ofrece a Ulises comida y se golpea sus orejas con reclamos. De vez en cuando Richard echaba un vistazo a Ana, dormida a su lado. Mantenía el deseo de que ella se despertara, se volteara y abriera sus brazos a él –no hubo suerte. Triste, impaciente, regresó a la Odisea. Ana la había dejado en la mesa de noche, abierta en ese capítulo, el cual Richard encontraba aburrido e inverosímil. Lo hojeó hasta la parte donde Ulises encuerda su arco y masacra a los pretendientes, pero había descripciones mucho más sofisticadas y peroratas de las que recordaba de la versión que había leído de niño. Se suponía que él debería haberlo leído después, un par de años atrás, como parte del núcleo de su primer año en Columbia, pero había enfermado de gripa esa semana.
Era un libro de la biblioteca. Estudió las fechas de retiro –unas pocas y dispersas– entonces lo cerró y lo puso de vuelta.
Ana sólo se había movido un poco cuando él prendió la lámpara. Ahora la había apagado, se había dejado caer en su almohada y se había tapado con las cobijas, con la esperanza de que todo esto haría el truco, pero ella continuó durmiendo, roncando suavemente, con la cara hacia la pared. La cama era estrecha y en la oscuridad se volvía incluso más consciente del calor de la espalda de ella, especialmente de sus piernas. Tocó su delicada curvatura con la rodilla y ella se alejó, dejándolo irritado y resentido, pero también consiente que no tenía derecho a estarlo, que ella ya se había entregado dos veces esa noche y tenía que levantarse temprano con un día completo de camarera por delante, él sólo tenía que asistir a una clase, por la tarde. Pero saber esto no calmaba su necesidad –porque se sentía como una necesidad, nada menos– tenerla contra él de nuevo, esa boca abierta moviéndose en la suya, esos dedos clavándose en su espalda.
¡Jesús! Tenía que pensar en otra cosa.
Pero, ¿qué? Incluso pensando en otra cosa, él sabría que lo estaba haciendo para distraerse, y ese pensamiento lo llevaría de regreso a su cama, al peso de Ana a su lado, su respiración, su calor. Sin embargo, si se mantuviera el tiempo suficiente pensando en otra cosa quizás se quedaría dormido, o al menos estaría despierto y listo cuando la alarma sonara No significaba que iba a presionarla. A menos que ellos se dieran prisa, lo que a ella no le gustaba, ella tendría que ir a trabajar sin desayuno o sin una ducha. Él le daría una mirada, su mirada especial, y ella sabría, y entonces ella podría hacer lo que quisiera. Y él no actuaría como si estuviera herido si ella no quisiera. De verdad, no lo haría. No esta vez.
Piensa en algo más. Está bien. “El exorcista” –esa vieja novela que había encontrado en el salón de descanso de la residencia de estudiantes. Richard había visto la película con la niña poseída cuya cabeza da vueltas en su cuello como un trompo, pero de antemano no sabía que venía de un libro– no era que fuera literatura grandiosa o algo así. Sin embargo, era bastante interesante. El escritor había hecho mucha investigación sobre exorcismo, y alguno de los casos eran lo bastante espeluznantes para hacerte creer en el demonio, o por lo menos mientras se estaba leyendo la novela. Resultó que había ciertos sacerdotes cuya especialidad era expulsar demonios. Ese era su trabajo, su nicho de mercado, esperando por ahí, como los bomberos, a que la alarma saltara. ¡Demonio en un ama de casa de Idaho! ¡Demonio en un conductor de bus de Delaware! ¿Qué extraño era eso? Como si ser sacerdote no fuera ya lo bastante extraño. Richard había sido algo religioso cuando era joven, oraba antes de las comidas e iba el domingo a escuela dominical, donde pegaba recortes de hombres con barba en teas de fieltro. La iglesia estaba bien, siempre se había sentido bien después. Incluso tal vez podría verse convirtiéndose en religioso de nuevo algún día, cuando fuera mucho más viejo. Pero, ¿Renunciar a las mujeres? Nunca besar a una mujer, nunca tener las piernas de una mujer a tu alrededor.
Se sentó y alcanzó el vaso de agua que Ana había dejado para él en la mesa de noche. Lo había derribado el último fin de semana y había hecho bastante alboroto para despertarla, pero no pensaba que debería intentarlo de nuevo, por lo que tuvo cuidado al levantarlo y regresarlo después de beber hasta saciarse.
Se recostó contra la almohada. Cerró sus ojos, pero justo entonces Ana dio un pequeño resoplido y se movió junto a él, emitiendo una ola fresca de calor, y, débilmente, ese olor dulce a cama caliente de ella, como pan horneándose, y él allí tumbado, tenso, esperando, pero ella no se volvió a mover. Él escuchó el tictac del reloj, su propio aliento regresando, accidentado y chillón.
Levantó la vista hacia el techo, a una franja fina de luz que se escapaba, a pesar de las sombras, de la lámpara afuera en la calle. No pensar más en sacerdotes –eso no ayudó. De acuerdo, entonces, la Odisea. Debería leerla de nuevo. La iba a leer, con seguridad, esta vez en la versión para adultos. Podría consumir unos pocos parlamentos y descripciones, como para ganarse el camino a las partes buenas, especialmente la masacre al final. Le gustaba la idea de Ulises regresando a casa, después de todas sus andanzas y sus metidas de pata, poniendo las cosas en su lugar, tomando de vuelta a su mujer y su casa, ninguna discusión, ningún lío.
Luego leería la Ilíada. También “Guerra y Paz” y “Los Hermanos Karamazov.” Todos los libros que Ana tenía en su anaquel, y que realmente le gustaban. Richard estaba en una especialización en economía y no tenía mucho tiempo para lecturas externas, y cuando lo hacía se relajaba con una de misterio, o alguna de terror. De acuerdo, así que él no era de un gran carácter literario –entonces, ¡demándalo! A él le gustaría ver una de esas almas sensibles ocupándose de las cosas que él estaba tratando en su seminario Internacional de Economía Ambiental. Módulos Estratégicos de Reducción. Criterios de Equidad Alternativos. Análisis de Impacto de Equilibrio General. Adelante, pensó él. Siéntete como en tu jodida casa.
No era que Ana fuera así – una esnob. No lo era. Ella realmente amaba esos libros, eran importantes para ella, y Richard sabía que no había sido completamente honesto acerca de sus gustos cuando se conocieron. Él le había permitido pensar que era estupendo con los clásicos, y ella le había creído porque tenía la idea que los estudiantes de Columbia no eran sólo listos, sino cultos, y que iban a la universidad no para conseguirse más tarde un trabajo gordo sino en la búsqueda de conocimiento y sabiduría. Para llegar a ser mejores personas. Ella era ingenua de esa manera. A Richard le había gustado su inocencia, y la sensación de benevolencia adulta que esto le daba a él. Ella era unos años mayor que él, y al comienzo esto como que nivelo las cosas, conocer la partitura mientras le seguía la corriente, dejándola tener sus ideas.
Así fue como lo vio entonces, al principio. Ya no. Después de dos meses con Ana, supo que él era el cliché, al que le faltaba experiencia. La familia de ella era de Rusia pero habían vivido por muchos años en Chechenia, donde su padre dirigía una planta de procesamiento de alimentos.
Durante la guerra, la fábrica había sido destruida y habían matado al hermano mayor de Ana. La familia perdió todo. Ella había sido enviada con la madre de su madre a Tel Aviv –una viuda, cruel como una bruja de algún cuento de hadas. Ahora ella se estaba quedando con una tía allí en Queens, y estaba trabajando de ilegal en un restaurante en Amsterdam. Ahí fue donde Richard la había conocido. La había escuchado hablar en ruso a otra mesonera, y cuando ella llegó a su mesa probó unas pocas frases de su año de ruso en la escuela secundaria, y ella casi había llorado de sorpresa y alegría.
Ella no era su tipo, Ana –un poco pesada, cara redonda. Pequeñas cicatrices de viruela en su frente. Su inglés era bastante bueno pero con un denso acento. No había tenido la intención de invitarla a salir. Pero luego lo hizo, la noche siguiente. Una semana más tarde ella lo llevó a su casa, a esa pequeña buhardilla en la casa de su tía. Tan sólo la estaban pasando bien, así era como él lo había visto, los dos divirtiéndose antes de seguir caminos separados, como lo hacía la gente, gente de su edad aún con toda la vida por delante. No quisieras estar atado ahora, cuando no sabrías a quien podrías conocer y que podría aparecer, que oportunidades y aventuras.
Esa era la idea. Unos buenos tiempos, sin ataduras. Pero después como de un mes vio que Ana se había tomado todo en serio. Ella había intentado fingir que no, pero si, y él lo sabía, y había decidido romper las cosas. Estaría mal aprovecharse de ella. Además el largo viaje en metro desde su residencia y de vuelta lo estaba cansando. Pero entonces descubrió que no podía romper, porque incluso con sus amigos, incluso charlando con otras chicas, la extrañaba, extrañaba su voz gutural, y la manera rara y directa en que ella decía las cosas, extrañaba darle placer y verlo en sus ojos. Estaba desolado en las noches que tenía que dormir en la habitación de su residencia a solas.
Se oyeron voces fuertes afuera –voces de hombres hablando español. Ana se movió, murmuró. Las voces continuaron. En silencio, Richard se sentó y tomó otro vaso de agua. Ahora, el estar lejos de ella le hacía sentir antinatural. Solo en la cama, sentado en clase, escribiendo un correo para sus padres, pensaba en ella y le dolía. Pero no podía durar –lo sabía. Y ahora sabía que sería ella quien rompería con él. Ana era quien iba a ser, y él no. Ella era una mujer, y él no era un hombre. Parecía un hombre. Incluso un hombre interesante, moreno y atractivo de rasgos duros, con un aire grave y reflexivo. Pero su atractivo no encajaba con la manera como se sentía –la manera como sabía que era. A veces, caminando por la calle, echaba un vistazo a la ventana de una tienda y se sorprendía con la visión de sí mismo, como si llevara un disfraz.
A las muchachas les gustaba. Asumían ciertas cosas sobre él, y él había aprendido a actuar su parte, pero sabía que esto con Ana no se sostendría por mucho más tiempo. No porque ella fuera mayor, sino porque su manera de pensar era más pequeña que la de ella. Él no era curioso, como ella, no le agradaban ni confiaba en los demás, como ella, por todas las penalidades de la vida de ella. Él se quejaba mucho, y ella nunca se quejaba. Y aunque odiaba estar separado de ella, cuando salían juntos él observaba a otras mujeres e imaginaba teniéndolas, e incluso llevaba sus imágenes a la cama. A veces, ella lo sorprendía estudiándola fríamente –deseando que ella perdiera peso, hiciera algo con esas marcas de viruela– y él podía sentir su propia pequeñez y trivialidad mientras el color desaparecía del rostro de ella. Muy pronto ella lo vería a él con claridad, y entendería su error. Él ya estaba mirando por señales de retirada: impaciencia, condescendencia, cierto cansancio. Él había visto esto antes, con la única muchacha a quien se había sentido unido. ¿Ana aún no se había dado cuenta? ¿Cómo podía no saber? ¿Era sólo porque él era atractivo, y siempre estaba dispuesto? ¿O porque era norteamericano, y tal vez de uso en algún plan?
¡No! Ana no pensaba de esa manera, ¿Y qué clase de espíritu malo, conociéndola a ella, podía incluso imaginar una cosa así? ¡Jesús! ¿Qué se le había metido? Ana era una mujer noble. De acuerdo, eso sonaba como algo sacado de lun ibro, pero era cierto. Era sólo que ella había llegado demasiado pronto… ella era quien él debería haber conocido más tarde, después de que él hubiera metido su cuello por ahí y hubiera sufrido algunas pérdidas, después de que él hubiera arruinado cosas, que lo hubieran jodido, se hubiera perdido, y de todos modos hubiera continuado –cuando su pequeña alma cliché hubiera tomado algunos terrones y alguna cura y hubiera abultado en el alma de un hombre, para que pudiera mirar con sus propios ojos y no sentirse como un niño con una máscara. Entonces podría haber llegado a ella, haber encordado el gran arco, haberse tumbado consumiendo todas esas necesidades y dudas cobardes, y haber reclamado el amor como su derecho.
La franja de luz en el techo palideció hasta desaparecer. Richard oyó el gemido de las cañerías del piso de abajo –la tía estaba en la ducha. La bocina de un automóvil resonó abajo en la calle, y Ana se revolvió, dio la vuelta, se movió hacia él. Él sintió su mano en la cadera. Ella susurró su nombre. Él mantuvo sus ojos cerrados y no contestó.
Tobias Wolff
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