Estoy escuchando a los Pearl Jam en un concierto que
grabaron el 9 del 11 de este mismo año (en este mundo tan virtual las cosas van
que se las pelan) disfrutando como un cochino en su porqueriza y a la vez se me
viene cinco mil pensamientos distintos, circulando a tumba abierta, sin control,
esperando ser dirimidos por mi mente que los deja a su aire. Tras el chasco que
me he llevado con mi psiquiatra que me dijo que me iba a quitar una toma de las
tantas que me meto en el organismo para la depresión, al final se ha quedado en
un triste comprimido para dormir, en el caso de que pueda hacerlo bien sin él.
Para mí ha sido frustrante, como lo son tantas cosas en la vida, por ejemplo
tener los cuarenta cumplidos y tener el futuro hipotecado a las decisiones que
tomen los especialistas por mí. Estoy pelín cansado, me veo en el espejo y
tengo la cara alegre pero en los ojos se me nota la tristeza de tanto como he
pasado. Me quiero refugiar en el amor para ver si mi vida cambia y se me
alegran esos ojos tan bonitos que parieron mis padres, pero parece que se me
resiste Cupido. Al menos me puedo refugiar en la música.
Pero refugiar de qué. De estos días tan largos en los que la
cotidianeidad se vuelve veneno para el alma, de esas lecturas aburridas que yo,
por cabezón, me tengo que leer porque libro que empiezo, libro que acabo, aun
siendo una patata. De todas las películas y series que descargo y no veo porque
he odiado tanto la televisión que me da reparo ponerme enfrente de ella para
ver aunque sea una película que se me va a gustar. Soy tan inestable como el
cuerpo que me cobija, que engorda y adelgaza a su voluntad sin que yo pueda
hacer otra cosa más que ver como se me apilan los pantalones en el armario,
sean de talla mayor o más pequeña. Mi libertad se reduce por las noches a
dormir solo en la cama.
Cuando tenía catorce años, mi padre me compró un ciclomotor
de segunda mano, propiedad de un compañero suyo de trabajo, que estaba muy bien
conservado, dicho sea de paso. Era un vespino. Una mañana de domingo que
bajaban a la patrona de Lucena desde su santuario situado en la sierra de aras
hasta la iglesia de San Mateo, iba yo solo por las calles con mi vespino hasta
que un Ford fiesta se saltó un stop y fui a dar en su costado con el
ciclomotor. Como iría que salté por encima del Ford y lo más sorprendente es
que no había ni un alma en la calle en aquel momento y de pronto estaba rodeado
de personas preguntándome como estaba. Solo sufrí un pequeño golpe en la
rodilla no recuerdo si izquierda o derecha, por lo que el dueño del Ford, un
abuelete encantador me llevo al centro de salud que estaba allí al lado para
que me lo vieran y me curaran. Despues quedamos en que yo llevaba el ciclomotor
a un taller y el abuelete pagaba los costes de arreglar lo que tuviera. Pero el
centro de salud hizo un parte de faltas y lo mandó al juzgado que, pasado el
tiempo, nos llamó al abuelete y a mí para juicio por lo que pasó (el
accidente). Yo era un criajo y tanto perifolleo que vi allí me abrumó. Me
llamaron la atención por lo menos tres veces con lo de levantarse y sentarse y
un poco más salgo como causante del accidente. Bueno, hacía tiempo que no
contaba nada de mi vida y ahí he escrito un capítulo más de ella.
Antonio Jiménez
Vaya.. vaya.. así que volando tan jovencito..
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