martes, 3 de agosto de 2010

8. El titiritero



El titiritero siempre iba de un lugar a otro con su viejo títere pensando que ya había pasado su tiempo. Cualquier esquina era buena para iniciar su número de pasos y compases, de rimas y comparsas, de risas y llantos, de poner el sombrero en el suelo en espera de alguna moneda y ser pocas la que ocupaban el recinto. El hambre siempre lo acompañaba, y era tan perpetua en él como el títere. La distancia que separaban los pueblos que iba visitando la hacía caminando ya que no disponía ni siquiera para permitirse un triste medio de transporte que mitigara su deambular. Su ropa, la lavaba en las fuentes públicas y solo disponía de un recambio, que portaba en un hatillo que desprendía anudado del pantalón. Sus zapatillas estaban tan desgastadas que apenas llegaban a tapar sus cansados pies.

Un día, en un pueblo que como siempre nunca recordará el nombre pues siempre intentaba no aprendérselo, una niña se le quedó mirando el espectáculo que ofrecía. Cuando la niña se dio la vuelta, tropezó con el adoquín de la acera con tan mala fortuna que cayó en la calzada justo en el momento que pasaba un coche, atropellándola y dándose a la fuga. El titiritero cayó de rodillas al suelo. La madre llegó corriendo al lado de su niña. La gente alterada no paraba de llamar a la ambulancia. Por lo menos seis personas a la vez llamaron pidiéndola.

Cuando llegó la ambulancia, el titiritero aun estaba de rodillas en el suelo mirando al infinito. Le hicieron prácticas de primeros auxilios a la niña allí mismo en el suelo. Intentaron reanimarla mientras la madre echa un manojo de nervios preguntaba a todo el que estaba al lado de su hija si se iba a poner bien. Bajaron la camilla y entre dos médicos que previamente la habían puesto encima de una manta, la subieron a ella. La metieron en la ambulancia, la madre se introdujo con ella en la parte de atrás y pusieron rumbo al hospital más cercano. Justo en el momento de irse, el titiritero se levantó de su trance y preguntó a uno de los presentes donde estaba el hospital. Le dijo que en la capital, a unos sesenta kilómetros. Le preguntó nuevamente qué carretera debía tomar para ir a la capital, y una vez que le contestaron, recogió sus pocas cosas y se dispuso a ir allí.

El camino se le estaba haciendo muy largo. Nunca había andado un trayecto tan largo. Como se había ido con prisas, no había hecho acopio de agua y estaba pasando una sed horrible. Lo que no entendía es por qué no se cruzaba con otro pueblo. Se preguntaba si toda la distancia entre el pueblo y la capital iba a estar sin pasar por ningún pueblo y sin poder beber agua. Entre sus pensamientos y sus pasos, poco a poco iba haciendo el camino.

La ambulancia no había hecho más que llegar al hospital cuando bajaron a la niña y corriendo la metieron en el quirófano. La madre toda preocupada empezó a preguntar si era grave, que por qué tantas prisas, a lo que le contestaron que no se preocupara, que era unas pruebas que le iban a hacer, algo rutinario, que iba a estar bien. Al rato le llego el doctor Jiménez y le dijo que tenía que firmar unos papeles dando su consentimiento para operar de inmediato a su hija. Que tenía un coagulo en la zona occipital que había que extraer de inmediato si no quería que aquello fuera a más y acabara con la tierna vida de su hija. En aquel momento la madre se derrumbó y empezó a llorar. Se acordó de su marido, que no sabía nada, que no lo había llamado, pero el doctor Jiménez insistió que sin su firma no podían empezar a operar. La madre estaba confusa, en tan corto espacio de tiempo no sabía qué hacer. Ahora se le vino a la cabeza el que había atropellado a su hija, que el muy hijo de puta se había fugado, que su marido no sabía nada, que se había dejado el móvil en casa, que a lo mejor se había dejado encendido el termo, que no sabía si había echado la llave a la puerta de entrada del piso, cuando el doctor Jiménez, con un tono más brusco le dijo que eran minutos los que separaban a su hija de la vida o la muerte. La madre, llevada por una extraña sensación de vértigo, firmó aquellos papeles no sin desgana, y el doctor Jiménez salió corriendo hacia quirófano esperando que no fuera tarde.

Las cinco horas fueron un calvario para la madre. No sabía a quién acudir. Le preguntaba a una enfermera, le contestaba que se tranquilizara, que todo iba bien. Se sentaba y a los dos minutos se volvía a levantar. Quería llamar a su marido pero no encontraba las palabras que decirle. Prefería que no se enterara. Pero cuando se enterara iba a ser peor. Total, ya ha pasado demasiado rato, qué más da un rato más. Ya sacaba un café de la máquina expendedora, ya miraba la gente entrar, ya le decía el de seguridad que hiciera el favor de sentarse, ya le preguntaba a otra enfermera como estaba su niña, y vuelta a empezar. Cuando le dijeron que todo había salido bien y que estaba fuera de peligro, notó como si pesara cinco veces menos. Ahora lo que quería era verla, y le dijeron que pronto, una vez que hubiera salido de la sala de post operatorio, cuando se le hubiera pasado los efectos de la anestesia y la subieran a planta, entonces la podría ver. ¿Y por qué no puedo verla ahora?, preguntó, cosas del régimen interno, le respondieron. Y tuvo que esperar un par de horas más, eso sí, ya más tranquila. Ahora se sintió con ganas de llamar al marido y lo llamó. El marido entró en cólera cuando se enteró de lo ocurrido y le dijo que iría enseguida al hospital, pero que no le perdonaba lo que le había hecho. Le preguntó si había avisado a la policía, y le contestó que no, que no había visto tampoco a ninguno. Le comentó que él pondría la denuncia y después marcharía hacia el hospital. Se despidieron y al par de horas llevaron a su niña a planta.

Ya había pasado dos días cuando en la habitación apareció una persona de apariencia pobre, con un títere en la mano y un hatillo colgado del pantalón, con las zapatillas casi desaparecidas. ¿Que busca usted? Le preguntó el padre, verá, soy titiritero y me gustaría hacerle un número a su hija para que se sienta mejor, le contestó el titiritero, a lo que hizo levantarse al padre del sofá y tal como se levantó le pegó un puñetazo que lo sentó en el suelo. ¡Y váyase por donde haya venido! Le dijo el padre, haciendo que el titiritero nuevamente se tragara su condición, se pusiera en pié y se largara en busca de nuevas miserias.

1 comentario:

  1. Esta historia en tiempos de franco hubiera sido todo un peliculon, como la de Marcelino pan y vino...

    beXotes in the very morning

    Xim

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